Detectores de fallos
9 julio, 2012 por mycoach
Juan era uno de esos arquitectos que, después de quince años diseñando edificios, revisando edificios en plena construcción, y paseando por habitaciones mientras estaban siendo remodeladas, era capaz de detectar fallos estructurales con una facilidad asombrosa.
Una mañana, mientras estaba en su estudio, Juan recibió la llamada de Cristóbal, un viejo amigo de la infancia. Cristóbal llamaba a su amigo para informarle de que, con motivo de su reciente cambio de trabajo, iba a celebrar una pequeña reunión con todos los amigos ese fin de semana. El lugar de la reunión sería su casa, un chalecito a las afueras de la ciudad. Juan aceptó gustoso la invitación.
La semana se pasó volando y, para cuando Juan quiso darse cuenta, ya estaba conduciendo hacia la casa de su amigo. Apenas cuarenta y cinco minutos después de salir del garaje, Juan estaba tocando el claxon junto a la puerta de la casa de su amigo para hacer ver que ya estaba allí. Cristóbal salió a la puerta a recibirlo junto a su mujer y sus dos hijos pequeños. Tras los besos y abrazos pertinentes, lo invitaron a pasar dentro.
Debido al poco tráfico que se había encontrado por el camino, Juan había sido el primer invitado en llegar a la casa, por lo que María, la mujer de Cristóbal, invitó a los dos amigos a visitar la casa mientras ella sacaba al perro a pasear.
Ya que estaban en el salón, Cristóbal comenzó el tour por aquella misma habitación. Acto seguido pasaron a la cocina, una estancia que había sido reformada hacía poco más de cinco años para aumentar la luz y la amplitud de la misma después de tener al último de sus retoños.
Con una botella de cerveza recién sacada del frigorífico en la mano, los dos amigos comenzaron a subir las escaleras hacia la primera planta, donde se encontraban las habitaciones principales. Seguidos en todo momento por el mayor de los hijos de Cristóbal, Eduardo, de seis años, el dueño de la casa seguía mostrando a su invitado las diferentes estancias, al tiempo que indicaba aquellas reformas que habían sido realizadas con objeto de mejorar la calidad de vida según la familia iba creciendo.
Juan no perdía detalle de lo que su amigo le contaba mientras daba pequeños sorbos a su cerveza. Pero si él no perdía detalle, el pequeño clon de su amigo que los seguía a escasos metros, tampoco. Aquellas avellanas redondas se habían clavado en Juan desde el mismo momento en el que comenzaron a subir las escaleras. De vez en cuando Juan daba un sorbo a su botella y aprovechaba para mirar de reojo a aquel pequeño malandrín que, rápidamente, apartaba su mirada hacia el suelo, en busca de algún objeto imaginario.
Después de varios minutos entrando y saliendo de las diferentes habitaciones de la casa aquel trío de varones bajó de nuevo al salón. En ese preciso momento María entraba por la puerta con Jup, el perro de la familia, quien había encontrado una pequeña charca de barro donde, según el miembro más pequeño de la familia, había patinado y había caído panza arriba. Desafortunadamente para él, y para Cristóbal, ahora iba a tener que ser bañado si quería volver a ser un perro respetado en el barrio.
Mientras su amigo enchufaba al chucho con la manguera, y su mujer cambiaba de ropa al alevín de la familia quien, por algún motivo se había sentido emocionalmente atado al cánido después de su percance en el barro; Juan se sentó en el sofá del salón, no sin antes observar que Eduardo se había sentado sobre el apoyabrazos del otro extremo del sofá.
Aquel niño no dejaba de observarle. Y lo peor de todo es que no decía nada. Juan ya no sabía que hacer. En un intento de disimular y hacer aquella situación algo más llevadera había mirado al techo, al suelo, a las ventanas, incluso se había dado la vuelta y había aireado los cojines del sofá, pero aquello era insostenible. De pronto Eduardo dio un pequeño salto y posó sus dos pies en el suelo. Se acercó a Juan y se le puso enfrente. Le puso sus dos pequeñas manos en la cara y le preguntó -¿No has visto las goteras del pasillo? ¿Ni la grieta del techo en mi cuarto?
Juan, sorprendido, y todavía con las manos del pequeño presionando sobre sus mofletes respondió -¡Si!
El pequeño replicó -¿Y por qué no has dicho nada, si eres arquitecto?
Juan esbozó una sonrisa y, mientras quitaba dulcemente aquellas pequeñas garras de su cara contestó -Porque tu papá ya lo sabe.
La mayoría de nosotros sabemos perfectamente cuáles son nuestras debilidades, tal vez porque aquellos grandes observadores que nos rodean diariamente no dejan de repetirnos una y otra vez que somos unos holgazanes, unos desordenados, unos descuidados…, en un vano intento por encumbrarse como como “detectores humanos de fallos ajenos”.
El decir continuamente los fallos a los demás no aporta nada, salvo una posible queja en el otro y un ligero sentido de grandeza en nosotros. Pero si realmente queremos que nuestras palabras surtan un efecto positivo en la otra persona, si realmente queremos influir sobre los demás, tal vez debamos fomentar primero ciertas habilidades en nosotros mismos.
Aprender a decir las cosas es una cualidad que nos permitirá tener conversaciones sin que la otra persona se sienta ofendida, sin que ésta se esconda detrás de enormes escudos de energía que evitan que mis palabras penetren y surtan efecto. Si la otra persona no nos considera como un enemigo, si nuestras palabras no la ofenden sino que la animan a iniciar un nuevo camino, entonces comenzaremos a dominar el arte de la palabra.