Archivos para enero, 2018
El macho castrado
sábado, 27 enero, 2018
Ted era un travieso cachorro de apenas cinco meses. Su pasión en esta vida era comer y hacer diabluras aquí y allá. Un minuto podía estar comiéndose la comida de sus compañeros y al siguiente destruyendo unas zapatillas en la habitación, o se comiéndose una revista sobre el sofá del salón, o sacando los Kleenex de su caja y dejándolos esparcidos en mil pedazos por la habitación. Igual de travieso era cuando salía a la calle. En cuanto ponía un pie en la acera comenzaba a correr como si la calle no tuviera fin. Eso sí, cuando olía un chicle de menta pegado a la acera, paraba en seco y hacía lo imposible por llevárselo a la boca y mascarlo hasta que su dueña se lo sacara de la boca.
Aun siendo un trasto, todo el mundo lo adoraba. Por la calle lo paraban cada diez metros para acariciarlo, tocarlo o incluso sacarse una foto con él. Era el típico cachorro de cara simpática que te gustaría estrujar durante horas. Tan era así que, todas las noches, después de cenar, se subía sobre las piernas de su dueña, a modo de pequeña manta térmica, para ver la serie televisiva que estuviera viendo, aunque no entendiera nada.
Ted era también un pequeño macho alfa en potencia. No dejaba que nadie jugara con sus juguetes y, cuando alguien lo hacía, se tiraba a por ellos para clavarles el diente; lo cual le hizo ganarse algún que otro manotazo por parte de su dueña y algún que otro gruñido por parte de sus compañeros de piso que estaban jugando o descansando tranquilamente. De hecho, cuando jugaba con otros perros adultos, les podía hincar el colmillo si no le gustaba lo que estaban haciendo.
Estos hechos hicieron que su dueña viera un potencial riesgo en aquel cachorro. ¿Qué pasaría si atacara a uno de sus compañeros de casa? ¿Qué pasaría si atacaba a otro perro en la calle y le causaba heridas? ¿Qué pasaría si las heridas fueran graves? ¿Tendría que sacar un seguro adicional para el perro? Todas estas preguntas generaron ciertos miedos que comenzaron a aferrarse en la mente de su dueña, quien fue a hablar con su veterinario para analizar la posibilidad de operar al cachorro lo antes posible.
Los meses pasaron y, el que era un cachorro, se fue convirtiendo en un pequeño adolescente cada vez mejor educado, cada vez menos trasto, cada vez más inteligente. Sin embargo, la dueña del animal había tomado su decisión hacía tiempo, lo iba a operar para evitar cualquier problema en el futuro y así lo pudiera manejar más fácilmente.
Y llegó el día clave. Aquella mañana su dueña sacó a Ted a dar un paseo, un paseo que lo llevó a la puerta del veterinario. Ted no tenía muy claro por qué lo llevaban allí, ya que no se encontraba mal y tenía todas las vacunas al día. Al entrar en la consulta lo subieron en una camilla y le dieron una pastilla, una pastilla que lo empezó a adormecer.
No sabía cuánto tiempo se había quedado dormido, ni dónde estaba, lo único que sabía es que su dueña estaba junto a él, acariciándolo, sonriendo al ver que se había despertado. También tenía una cierta molestia entre las piernas, pero no tenía muy claro a qué se debía. Una vez se recuperó un poco más y pudo tenerse sobre sus piernas, su dueña le puso la correa y se lo llevó a casa de nuevo.
Los días pasaron, y aquella molestia que tenía entre las piernas se le fue pasando. No sólo se le pasó esa molestia, sino que ya no sentía la necesidad de correr por todo el pasillo como si fuera una pista de despegue, ni de quitar los juguetes a sus compañeros, ni de divertirse con ellos saltando y dando brincos de una butaca a la otra. Algo había cambiado. No sabía qué, pero no era el mismo.
Por su parte, la dueña de Ted también notaba la diferencia. De ser un perro travieso difícil de manejar, se había convertido en un perro del montón, un perro muy tranquilo que a todo decía que sí. Parecía como si le quisiera complacer en todo aquello que le propusiera. Sin embargo, y aunque estaba contenta por poder manejar al cachorro, tampoco lo estaba del todo, ya que éste había perdido su fuerza, había perdido ese nervio que a ella le gustaba, ese nervio travieso y cabezón que le retaba a ella a hacer las cosas de otra forma. Ya no se podía divertir con las travesuras del pequeño, ahora era uno más. Y eso, en el fondo, no le gustaba.
El hombre castrado (simbólicamente) ha perdido su masculinidad, se ha convertido en una persona impotente frente a la mujer con la que comparte su vida porque, entre otras cosas, la considera una persona vengativa o irascible, teniendo que ceder a todas las demandas y caprichos que ésta tenga. De esta manera la mujer le pierde el respeto, abusa de él y lo somete como quien somete a un perro.
Estas mujeres que someten al hombre tienen las mismas necesidades afectivas ahora que cuando eran pequeñas, y siguen teniendo sus sueños y sus objetivos en esta vida. Sin embargo, la diferencia está en que se han creado un armazón para evitar los ataques de los hombres y las otras mujeres.
Y es este miedo a ser atacada, a ser manipulada por el otro, lo que hace que estas mujeres se defiendan, castrando al hombre en previsión de lo que podría pasar, castrándolo para poder dominarlo, para que no les haga daño, un daño que, en algunas ocasiones, es del todo irreal.
Si el hombre detecta esta castración, es importante tomar cartas en el asunto, pero no se trata de discutir con nuestra pareja ni de recuperar el pene (el poder) arrebatándoselo al otro, sino de volver a tener nuestra singularidad, una singularidad que nos diferencia de los otros. Tal vez sea hora de recuperar la libertad para poder decir que NO, y comenzar a hacer aquellas cosas que consideramos que son correctas.
Es posible que al principio no tengamos las fuerzas ni las herramientas para comenzar a recuperar esa virilidad perdida, por lo que siempre podemos acudir a un profesional que nos pueda orientar y ayudar con nuevas herramientas que podamos utilizar para recuperar nuestra vida y compartirla con las personas que amamos de una forma equilibrada y madura.
El extraterrestre
sábado, 20 enero, 2018
Sandra era una chica a la que le gustaba dar grandes paseos por el campo, observando la naturaleza mientras sus perros corrían de un lado a otro persiguiendo mariposas, ratones o cualquier animalito que se cruzara en su camino.
Un día, mientras el sol se ponía tras las montañas y sus perros seguían la senda uno detrás de otro, uno de ellos se paró en seco, haciendo que el resto hundieran sus hocicos en el trasero de su compañero de delante. Sandra, que iba la última, también redujo el ritmo al tiempo que miraba en la dirección que lo hacían sus perros.
De pronto, uno de sus perros salió corriendo hacia unos matorrales que se habían movido. Sandra, y el resto de la manada, salió detrás intentando parar a la bestia en la que se había convertido su mascota peluda de no más de diez kilos.
Al llegar a los matorrales, Sandra apartó a su jauría que no dejaba de ladrar a aquel arbusto. Una vez los acalló y los separó unos metros, se acercó cuidadosamente para ver qué es lo que se escondía detrás de aquel arbusto.
Con sus manos fue apartando las ramas, poco a poco, mientras con sus ojos no dejaba de mirar a las bestias peludas que ahora estaban sentadas esperando con nerviosismo lo que su ama estaba a punto de sacar de detrás del arbusto. ¡Qué será, qué será! – expresaban con sus caritas alegres y juguetonas. ¿Nos lo podremos comer? – seguro que pensaba alguno de ellos mientras Sandra hundía su cuerpo entre las ramas y, de repente, desaparecía entre las hojas verdes.
Sandra se quedó atónita al ver a aquel ser de ojos saltones, orejas puntiagudas y piel arrugada. Aunque tenía dos piernas y dos brazos no parecía ser humano. Sus ojos mostraban terror, posiblemente debido al alboroto causado por sus perros; y su cuerpo, en posición casi fetal, parecía protegerse de aquella mujer que había aparecido de pronto y de la que no tenía forma de escapar.
Sandra se arrodilló junto a ese pequeño ser. Se quitó la sudadera que llevaba puesta y se la acercó al pequeño ser mientras lo intentaba tranquilizar son sus palabras y su dulce voz. Aquel pequeño ser no entendía lo que Sandra le estaba transmitiendo, pero su voz le transmitía tranquilidad y calor, tanto calor como aquel tejido tan suave que comenzaba a rodear su cuerpo.
De vuelta en su casa encerró a sus perros en una habitación antes de liberar a aquel extraño ser de entre sus brazos. Al sentirse liberado de aquella segunda piel, el pequeño ser corrió a refugiarse entre los dos sofás del salón. Sandra se acercó a él lentamente, para no asustarlo y que volviera a huir, y comenzó a hablar.
Aquel ser no entendía lo que Sandra le estaba intentando transmitir, pero durante horas se quedó escuchando aquellos sonidos que salían por su boca. El pequeño ser, cuando veía que Sandra no decía nada, comenzaba a lanzar unos sonidos que, aunque ininteligibles para Sandra, parecían intentar comunicar algo.
Los días fueron pasando, y aquel pequeño ser comenzó a sentirse parte de la familia. Los perros, que en su día lo habían estado acosando contra un arbusto, parecían haberlo aceptado como parte de su manada. Sí, era cierto que aquel ser hablaba un idioma diferente al del resto de los habitantes de la casa, pero era capaz de, en cierta medida, haberse adaptado a aquel entorno que podría haber sido hostil para cualquier otro ser.
Sin embargo, Sandra no se sentía del todo cómoda con aquel pequeño ser. No sólo no parecía adaptarse porque creía que era su responsabilidad hacerse cargo de él, sino porque después de varias semanas, la comunicación entre ambos parecía no mejorar. Ella esperaba que las palabras que salían de su boca fueran comprendidas por aquel «bicho» y, aunque ahora era capaz de entender y reproducir algunas de ellas, todavía no era capaz de mantener una conversación con ella. De hecho, en alguna ocasión, el pequeño ser había entendido algo completamente diferente a lo que ella había indicado, haciendo que se cayeran algunos platos, se rompieran algunos vasos, se escaparan los perros o saltaran los plomos de la casa para evitar males mayores.
Sandra estaba desesperada. Había hecho todo lo que estaba en sus manos para mostrarle a aquel ser su lengua. Sólo quería comunicarse con él para que por lo menos alguien que parecía tener más inteligencia que los perros, pudiera conversar con ella y comprenderla. Sin embargo, aquel ser, parecía no entender nada de lo que ella decía. Y no sólo eso, sino que, además, parecía que nunca iba a aprender a hablar su idioma.
Un día, Sandra salió a pasear a los perros y se dejó la puerta abierta. Aquel pequeño ser se acercó a la puerta y salió en busca de la persona que lo había acogido en su casa. Corrió y corrió por aquel camino de tierra que salía de la casa, con intención de alcanzar a esa mujer con la que había compartido sus últimas semanas. De vez en cuando se paraba para intentar escuchar a la manada de perros que lo habían acompañado durante todo este tiempo, pero no era capaz de escuchar nada, ni siquiera con esas orejas puntiagudas que parecían permitirle escuchar a kilómetros de distancia. Pasaron los minutos y las horas, y aquel pequeño ser no encontró a nadie ¿Estaría perdido otra vez?
Al llegar a casa, Sandra vio que la puerta estaba abierta. Entró corriendo en busca de su pequeño ser que la había acompañado durante estas semanas. Corrió de habitación en habitación, buscando debajo de las camas y dentro de los armarios. ¡De un lado a otro de la casa gritaba “¡Bicho, bicho! ¿Dónde estás?». No había respuesta. Parecía que, su bicho, se había escapado de la casa, que no había entendido todo lo que le dijo antes de salir por aquella puerta esa misma mañana: «Dejo la puerta abierta para que puedan volver los perros, pero tú no salgas, y mucho menos te adentres en el bosque porque es como un laberinto donde te puedes perder fácilmente». No le había escuchado y, ahora, estaba perdido.
La comunicación es fundamental en todos los aspectos de nuestras vidas. Poder emitir un mensaje claro y que la otra persona lo entienda es fundamental para evitar malentendidos. Pero si hablamos de la pareja, entonces la comunicación es esencial para la subsistencia de la misma. Es un arte que hay que desarrollar cuanto antes.
Inicialmente es posible que hablemos idiomas distintos, pero si queremos que la relación siga adelante debemos buscar esa convergencia en el lenguaje. Debemos ser capaces de saber qué quiere decir el otro cuando dice una cosa o cuando dice otra. Lo que para una persona tiene un significado puede tener otro totalmente diferente para la otra parte. Pero esto sólo lo sabremos si hablamos e intentamos comprendernos el uno al otro.
Si hablamos idiomas diferentes, pero una de las partes no tiene interés en hablar el otro idioma o averiguar qué significan ciertas palabras, entonces no existirá nunca la comunicación entre ambas partes y, por ende, la relación fracasará.
Si nos damos cuenta de que no hablamos el mismo idioma, es decir, que nos cuesta entender a nuestra pareja, es posible que sea el momento de hablar con un profesional que nos ayude a interpretar lo que la otra persona quiere decirnos, lo que nos quiere transmitir, y todo desde un entorno de confianza y seguridad que nos permitirá comenzar a entender a nuestra pareja y desarrollar nuestra relación.
El sanador de almas
sábado, 13 enero, 2018
Jonás era un hombre de mediana edad que recorría los caminos del condado en su carro laboratorio donde elaboraba remedios caseros para los dolores de muelas, de estómago, de hígado o cualquier otro mal que pudiera tener el paciente.
Un día Jonás llegó a un pueblecito de no más de doscientos habitantes. Entró con su carro por la puerta principal y se dirigió al centro de la plaza, donde paró su carro y comenzó a desmontar los tablones que protegían los laterales del carro para hacer con ellos un pequeño escenario que le daba una cierta altura sobre las personas que caminaban a su lado y que, poco a poco, se empezaban a concentrar a su alrededor.
Una vez hubo terminado el escenario, sacó un par de botellas con elixir de diferentes colores y los puso sobre una pequeña banqueta que hacía las veces de expositor para que los curiosos pudieran ver los productos que tenía.
Ya tenía más de veinte personas a su alrededor cuando comenzó a hablar Jonás a su público. Inició su exposición diciendo quién era y por qué estaba allí. Una vez dicho eso, les explicó cómo iba a hacer todo lo anterior y qué iba a utilizar para hacerlo: sus elixires.
La gente estaba entusiasmada con la presentación que había hecho. De hecho, todavía no había terminado su discurso cuando algunos de los asistentes ya estaban levantando la mano para llevarse alguna de esas botellas de colores chillones que tenía sobre la banqueta. La mercancía se le escapaba de las manos. Nunca había tenido un público tan receptivo.
Una vez se fue el último cliente, y mientras recogía y ordenaba un poco las cajas que había dejado amontonadas en una esquina, se acercó una mujer a la carreta y saludo. Jonás levantó la mirada y respondió con otro saludo al tiempo que paraba de hacer lo que estaba haciendo y prestaba atención a aquella mujer.
La mujer comenzó a explicarle que se encontraba allí porque su hijo llevaba en cama varios días y no se encontraba en condiciones de acercarse a la plaza, por lo que le pidió a Jonás si podría coger alguno de sus brebajes y acercarse a su casa para ver qué es lo que tenía su hijo. Jonás aceptó.
Al entrar por la puerta de aquella cabaña Jonás pudo ver que el joven estaba postrado en un catre al fondo de la estancia, junto a una pequeña ventana por la que entraba la luz. Sus hermanos pequeños, que correteaban por la habitación, pararon en seco al ver que entraba la madre, corriendo hacia ella para darla un fuerte abrazo de bienvenida.
Jonás se acercó al joven y lo miró durante unos segundos. Le preguntó qué le pasaba, qué le dolía, dónde le molestaba, etc. Mientras el chico iba respondiendo a sus preguntas, Jonás le cogía de un brazo, del otro, lo ponía erguido en la cama y le daba pequeños golpecitos en la espalda intentando ver cuál podía ser la causa de sus males.
Después de varios minutos analizando a aquella persona, Jonás concluyó diciendo que tendría que tomar una de sus pócimas durante algo más de una semana, por lo que sacó dos botellas de su bolsa y las puso sobre la mesita que se encontraba a un lado.
La madre puso cara de preocupación, y le dijo a Jonás que no tenían dinero para pagar aquella medicación, ante lo cual Jonás sólo pudo responder que no importaba, que le pagaría con cualquier otra cosa si su hijo mejoraba. Él se volvería a pasar por el pueblo en una semana para ver el cambio.
Pasó una semana, y Jonás volvió a aparecer en la puerta de aquel pueblo. Sin embargo, esta vez no montó el escenario como la última vez, sino que fue directamente a la casa donde había dejado a aquel joven enfermo hacía una semana. Llamó a la puerta.
La puerta se abrió, pero tras ella no había nadie. A los dos segundos apareció una cabecita de detrás de la puerta que le sonrió mientras desde el fondo de la estancia se oía la voz de la madre que decía que pasara. Entró y cruzó la habitación hasta el catre donde todavía seguía postrado aquel joven. La madre, sentada en la cama, levantó la mirada y dijo: “No hay mejoría”.
Jonás se sorprendió. Era raro que una persona joven que tomara sus pócimas no mejorara en ese tiempo. Miró a la mesita que estaba al lado de la cama, donde había dejado las dos botellas de elixir, y vio que éstas no habían sido abiertas siquiera. Jonás preguntó a la madre qué es lo que había pasado, por qué no habían abierto las botellas, por qué no se había tomado la pócima.
La madre agachó la cabeza y, con cara de tristeza, respondió que su hijo no había querido seguir el tratamiento, que decía que no estaba tan mal, que se encontraba bien, que en un par de días se le pasarían aquellos males. Sin embargo, allí estaba, postrado en la cama, sin poder moverse.
Jonás retiró las botellas antiguas de la mesita y puso otras nuevas indicando que se tomara ese jarabe y que volvería en una semana para ver la mejoría. La madre asintió con la cabeza y le dio las gracias. Jonás volvió a salir por la puerta, se montó en su carro y desapareció de nuevo.
Transcurridos siete días Jonás volvió a llamar a la puerta. La puerta se volvió a abrir. Esta vez era la madre la que le daba la bienvenida. La cara de tristeza de la madre lo decía todo. El chico no había sanado. Jonás se acercó a la cama y lo miró. Su estado no había empeorado, pero el joven seguía mal. Miró a la madre y preguntó qué habían hecho, si habían tomado la medicación. La madre respondió que sí, que la tomó una vez al poco de irse, pero que le dolió mucho y dejó de tomarla. Además, la madre había estado insistiendo en la tomara, que sería bueno para él, pero nada, no hizo nada.
Jonás miró a la madre y, con un suspiro, dijo: “No hay nada más que nosotros podamos hacer. Ya hemos hecho todo lo que está en nuestras manos. Ahora sólo nos cabe rezar”.
Cuando vemos que una persona de nuestro entorno cercano está haciendo algo que le aleja de su felicidad, es posible que levantemos la mano y se lo digamos: “Esto que estás haciendo no es bueno para ti ni los que te rodean”. También es posible que, después del comentario, nos llevemos un jarro de agua fría por “meternos donde no nos llaman”.
Las personas solemos pensar que estamos bien como estamos, que no necesitamos cambiar, que somos lo que somos porque la vida nos ha hecho así; y que la gente nos tiene que aceptar por lo que somos, porque esa singularidad nos hace especiales. Si eso es así, si nos aceptan como somos, pensamos que esa persona nos ama. En caso contrario, si nos dice algo, es muy probable que lo odiemos porque, en el fondo, no nos quiere en bruto, sino como ellos desean.
Sin embargo, no siempre esto es así. Las personas que nos quieren nos ven desde fuera, y pueden darnos un punto de vista diferente al nuestro. Esto no quiere decir que tengan razón cuando nos dicen algo, sino que hacen una observación que tal vez no hayamos tenido en cuenta y que nos puede ayudar a mejorar.
De igual manera, las personas que quieren ayudar tienen que darse cuenta de que no todo el mundo quiere ser ayudado, no todo el mundo considera que debe cambiar, no todo el mundo tiene la fuerza para cambiar, y no todo el mundo puede cambiar ahora, sino que tiene que buscar su momento. Encontrar este equilibrio no es sencillo.
Si en algún momento nos vemos con esos ánimos para cambiar, con esa fuerza, es bueno que nos acerquemos a un profesional que nos pueda ayudar, porque con su ayuda dirigiremos nuestros esfuerzos en la línea más adeacuada.
El velero
sábado, 6 enero, 2018
Belén y Pedro eran una pareja a quienes les encantaba el mar. Era tal su pasión por el mar, que durante muchos años estuvieron ahorrando para comprarse un pequeño velero de 12 metros de eslora que habían botado a la mar hacía poco menos de un año.
Durante todo este tiempo Belén y Pedro habían tenido ocasión de hacer numerosos viajes. Viajes que les habían permitido descubrir nuevos lugares y nueva gente. Pero lugares que ambos querían descubrir o que, por algún casual, descubrieron juntos al virar junto a un cabo donde nunca habían estado.
Lo bueno que tenían Belén y Pedro era que, siempre que se subían a su velero, tenían un mismo objetivo. No importaba quién estuviera al timón, el otro estaba tranquilo, porque sabía que el destino de los dos era el mismo; y ninguno de ellos iba a poner en riesgo la embarcación ni el futuro que juntos querían alcanzar.
Un fin de semana, Belén invitó a Carmen y su marido a dar una vuelta por las islas de alrededor. La nueva pareja estaba encantada con esta pequeña aventura de fin de semana que sus amigos les habían ofrecido; por lo que prepararon todos sus bártulos y se acercaron al puerto deportivo desde el que tenían que partir junto a sus amigos el viernes después del trabajo.
Allí estaban los cuatro, subidos en aquel precioso velero, con una meteorología que acompañaba a iniciar esa travesía de fin de semana. Pedro quitó las amarras mientras Belén hacía los primeros virajes para salir del puerto. Carmen y su marido, Roberto, observaban atónitos cómo el resto de embarcaciones les saludaban al pasar junto a ellos, cómo las gaviotas revoloteaban por encima de ellos y cómo, al alejarse de la costa, los delfines comenzaban a saltar junto a la proa.
Ya en alta mar, Belén dejó el timón a Pedro para ella poder descansar un poco. Pedro salió de la cocina, donde había estado preparando el aperitivo y la cena y se puso al mando de la nave. Belén le dio un beso al hacer el cambio de timonel y bajó a la cocina para terminar de preparar la cena y charlar un rato con su amiga.
Pasaron unas cuantas horas antes de que el sol comenzara a ponerse por el horizonte y el velero, con todos sus integrantes, llegaran a su primer destino, una pequeña isla donde fondearon para cenar y pasar la noche al refugio de las olas y el viento que rolaba del Norte con fuerza dos.
Al día siguiente, y puesto que ya estaban en alta mar, Belén propuso a Carmen y Roberto que tomaran el timón para llevarlos hacia la siguiente isla que no estaba más allá de unas veinte millas marinas. Belén y Roberto estaban entusiasmados… ¡llevar una embarcación! ¡Qué alegría!
Carmen fue la primera en poner las manos sobre aquel timón que los llevaría hacia su destino. Belén, ante el desconocimiento náutico que tenía su amiga, le dijo: «Apunta hacia aquella montaña que se ve en el horizonte».
Mientras Belén y Pedro se hacían cargo de las velas y cualquier tema un poco más técnico, Roberto estaba al lado de su mujer, haciendo presión psicológica para que ésta le dejara los mandos de la nave lo antes posible. Y no sólo eso, sino que cada pocos minutos le decía a su pareja: «Ten cuidado, te estás desviando», «Belén, nos estamos parando», «Belén, no vas bien».
Todos estos comentarios hicieron que Belén soltara el timón y le cediera el puesto de capitán del navío a su marido. Roberto, orgulloso de poder tener el control de tan magnífica nave, comenzó a hacer todo aquello que su mujer no había realizado durante el tiempo que había estado capitaneando la nave.
A los pocos minutos, y siguiendo el mismo protocolo de su marido, Belén comenzó a increparle, indicando lo mal que llevaba el velero, diciendo lo escorados que iban, apresurándose a indicar los riesgos que tenía delante o a un lado del velero.
Mientras tanto, Belén y Pedro veían que aquella pareja los estaba alejando de su destino y, aunque estaban todavía en alta mar y no había naves en el horizonte, podría poner en peligro su nave y sus vidas si alguno de los dos perdía los nervios cerca de la costa; por lo que optaron por hablar con ellos y reconducir la situación.
Por norma general las parejas suelen compartir sus sueños, sueños que les harán ser más felices el uno con el otro. Cuando uno comparte estos sueños con la otra persona, no importa quién de los dos lleve el timón de la embarcación, porque existe la confianza de que, tanto el uno como el otro, llevará el velero al puerto de destino.
Sin embargo, cuando los sueños de una pareja no son los mismos, cuando no existe una relación de confianza, entonces cada uno querrá llevar el velero hacia el puerto que más le convenga.
Es en este momento, cuando una de las dos partes percibe este malestar, esa desconfianza, esa desalineación de los sueños y los objetivos comunes, que se debe acudir a un profesional para que éste nos ayude a reconducir nuestra relación porque, aunque parezca que está todo perdido, puede que sea debido a los malentendidos provocados por una mala comunicación en el seno de la pareja.