La desaparición de Maria
26 mayo, 2018 por mycoach
María estaba por fin a pocos metros de la casa de su amado. Por fin parecía que podría estar con él después de tantos meses luchando con ella misma para saber qué era lo que quería, para coger fuerzas y hacer lo que debía hacer: ser feliz con él.
Pero su hermana la había encontrado, una vez más. No sabía cómo lo había hecho, pero allí estaba, corriendo tras ella. Y si la alcanzaba, se la llevaría de nuevo a aquella casa, a aquella habitación de la que estaba cansada. Y, tal vez, esta vez, no tuviera posibilidad de escapar nunca más; porque las medidas de seguridad aumentarían para que se quedara allí encerrada de por vida.
Así que la única opción era correr. Correr hacia aquella puerta entreabierta. Una puerta por la que salía un poco de luz del interior. Una luz de esperanza. Una luz que demostraba que había alguien dentro de casa. Alguien que la estaba esperando. Alguien que la podía seguir amando. Así que utilizó las pocas fuerzas que tenía para correr y llegar antes que su hermana a aquella casa.
Mónica estaba muy cerca de su hermana. Apenas unos centímetros la separaban de aquella persona que se había escapado. De aquella persona que quería hundirla, destruirla. Tenía que alcanzarla antes de que cometiera un suicidio emocional. Un suicidio que podía hacer que su hermana “la débil” sufriera como ya lo había hecho en otras ocasiones. No, no lo iba a permitir, debía evitar aquel suicidio, debía esconder a su hermana para que “ambas” pudieran vivir felices de nuevo.
María notaba el roce de los dedos de su hermana en la espalda, pero ya había subido los dos escalones que la separaban de aquella puerta y, mientras estiraba su mano para asir aquel pomo que le daría la libertad, sintió como la mano de Mónica se aferraba a su camisa y tiraba de ella hacia un lado, evitando que llegara a tocar el pomo y tirándola al suelo.
El estruendo causado por el golpe de María sobre la pared de madera hizo que las personas que se encontraban en el salón de aquella casa se dieran la vuelta para ver qué es lo que estaba pasando en la entrada. El forcejeo siguió en la calle durante unos segundos, hasta que se hizo la calma de nuevo.
La puerta se abrió. La luz iluminó la cara de aquella mujer, todavía jadeante. El niño, de unos cinco años, dio un par de pasos hacia atrás para acercarse a su madre mientras con sus enormes ojos castaños no dejaba de mirar a aquella mujer que se sacudía la ropa e intentaba adecentarse un poco. La señora mayor, quien parecía la abuela de la criatura, se había puesto en pie y miraba hacia la esquina por la que aparecía un hombre.
El hombre se acercó poco a poco hacia aquella mujer que acababa de entrar por la puerta. Sus ojos no daban crédito. ¿María? – preguntó.
La mujer sonrió mientras giraba ligeramente la cabeza en busca de la hermana que había dejado atrás, al tiempo que daba unos pasos hacia adelante para acercarse a su amado con los brazos abiertos y él gritaba entusiasmado: ¡María, eres tú, qué alegría!
Sin embargo, al abrazar a aquella mujer, el hombre no sintió lo mismo que la primera vez que la había abrazado. Aquella mujer era más fría, como si no tuviera corazón, como si se considerase el centro del mundo y le estuviese dando un abrazo de cortesía, sin amor, sin ternura ni cariño. Aquella mujer que tenía entre sus brazos no era María, era su hermana, Mónica; y de golpe la soltó.
El hombre salió corriendo fuera de la casa, esperando ver a su amada, María. Pero allí no había nadie. Se giró y preguntó: “¿Dónde está María? ¿Qué has hecho con ella?
Mónica sonrió. Sabía que aquel hombre no sería capaz de encontrar a su hermana María porque, durante el forcejeo en el porche, Mónica había absorbido a María y, ahora, estaba dentro de ella, en una prisión de la que nunca podría salir.
El hombre insistió: ¿Dónde está María? ¿Qué has hecho con ella?
Mónica, sin perder la sonrisa, respondió: “Te dije que no la buscaras, que no la encontrarías. Y ahora ya nunca la volverás a ver”.
Al hombre se le cambió la cara. Agarró a Mónica de la camisa y la sacó como si de un saco de patatas se tratase fuera de la casa donde le dijo: “Vete, no quiero verte nunca más. Aléjate de mí para siempre”.
Mónica bajó los dos peldaños que daban al jardín y se acercó a su coche. Entró en él. Lo arrancó y se alejó de aquella casa mientras aquel hombre, con lágrimas en los ojos, cerraba la puerta que había mantenido entreabierta durante los últimos meses.
El cambio en las personas sólo se produce cuando la situación por la que atravesamos en insostenible, cuando vemos que lo único que nos puede salvar es cambiar. Sin embargo, si la situación por la que pasamos no la consideramos como una situación a vida o muerte, sino que, por el contrario, es una incomodidad y nos puede perjudicar, nos puede dejar en una situación de debilidad frente al otro y es, además, un trance que puede ser doloroso (en todo cambio se experimenta cierto dolor), un trance que nos quitará de ser el centro del universo para ser una constelación más, entonces, no cambiaremos y nos mantendremos en nuestra zona de confort, gozando de la manipulación hacia los otros, culpando a los demás de nuestros problemas y sin hacer nada que nos pueda permitir vivir una vida feliz con la persona que amamos.