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El aniversario
sábado, 21 julio, 2018
El teléfono sonó una vez. Y otra. Y una tercera. Jon salió de la ducha empapado y descolgó.
¿Diga? ¿Quién es? – preguntó.
Buenas tardes, Señor. Soy el chofer que ha solicitado para recoger a la señorita Marina del aeropuerto. Tan sólo era para decirle que esté tranquilo que ya estoy aquí a la espera de que llegue su vuelo – comentaron desde el otro lado del teléfono.
Muchas gracias. Se lo agradezco – respondió Jon mientras se secaba con una toalla la cabeza.
Eran las 20:30 horas y apenas quedaba una hora para que Marina apareciese por la puerta de casa. ¡Cómo se había pasado el día! Y eso que se había levantado temprano para ser sábado. Pero no le importaba, ya que este sábado era uno muy especial. Hoy se cumplían nueve meses desde que Jon besaba a Marina por primera vez, también un sábado, también cuando volvía de viaje, y también en aquella misma casa.
Sí, ya habían pasado nueve meses desde aquel beso. Nueve meses donde no sólo habían forjado una relación, sino algo más profundo. Sí, es posible que el comienzo fuese un poco tormentoso hasta que los dos se fueron haciendo el uno al otro, pero gracias a la comprensión, el respeto, la comunicación, el entendimiento y las ganas de mejorar, aquella relación había triunfado. Pero claro, todo esto no sería posible si no existiera ese amor entre ambos. Un amor que todas las personas que les rodeaban podían ver a través de las muestras de cariño y la complicidad que había entre ambos.
Jon salió del baño. Sobre la cama de la habitación tenía el pantalón y la camisa que se iba a poner esa noche, pero como todavía tenía que hacer un par de cosas por la casa, se puso el vaquero y la camiseta que estaban sobre la silla mientras lanzaba un silbido seco y fuerte. El ruido de las uñas contra la madera del suelo no se hizo esperar.
A los pocos segundos entraban por la puerta de la habitación los dos perros que saltaban sobre el taburete de la cómoda y comenzaban a mover la cola sin saber lo que les esperaba. Jon, con una sonrisa maléfica, sacaba un par de esmóquines tamaño perruno del armario y los ponía sobre la cama. Cogió a uno de los perros y lo enfundó en aquel trajecito mientras el otro, todavía sobre el taburete, no tenía muy claro si quedarse quieto o escapar. Una vez enfundado el primer traje en uno de ellos, pasó a por el segundo, mientras el primero de ellos intentaba quitarse aquella chaqueta, pantalón y pajarita negra sobre camisa blanca. Una vez estuvieron ambos vestidos, Jon salió de la habitación perseguido por los dos mini-caballeros.
Jon hizo un último recorrido por el salón. Todo estaba listo. Pasó a la cocina. Abrió el horno. El pescado estaba en su punto, justo para darle un golpe de calor antes de que lo fueran a comer. Abrió el frigorífico. Todo estaba en su sitio y listo para ser servido. Fue a la entrada de la casa. Abrió la bolsita de pétalos de rosa y los esparció uniformemente por la entrada, a modo de manto rojo. Ya estaba todo listo. Ya se podía cambiar de ropa.
Jon se había quitado el vaquero y la camiseta y los había puesto sobre la silla de la habitación mientras los dos mini-caballeros le observaban subidos en el taburete con la esperanza de que les quitara aquellos ridículos trajes.
Jon se había puesto el pantalón y se estaba poniendo la camisa con una sonrisa en la cara – por la escena tan cómica que tenía frente a él sobre el taburete – cuando volvió a sonar el teléfono.
¿Dígame? – dijo Jon
Señor, soy el chofer que había venido al aeropuerto – respondió la otra voz.
Sí, dígame ¿hay algún problema? – replicó Jon
Señor, me temo que tengo malas noticias. Nos acaban de informar de que el vuelo en el que venía su mujer se ha estrellado en el mar. Parece que no hay supervivientes. Voy a intentar averiguar algo más y le mantengo informado. Lo siento – contestó el chofer.
Las piernas de Jon se aflojaron y le hicieron sentarse sobre la cama. No se lo podía creer. No daba crédito a las palabras del chofer. Marina había muerto. Ya no volvería a verla de nuevo. Ya no volvería a estar en su vida. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos mientras los dos mini-caballeros bajaban del taburete y saltaban sobre la cama para ponerse a su lado intuyendo que algo había pasado y que su amo necesitaba ser reconfortado de alguna manera.
Pasados unos minutos Jon se armó de valor, cogió fuerzas de flaqueza y se levantó. Salió del cuarto seguido de sus mini-caballeros y fue al salón, donde comenzó a retirar los platos de la mesa para llevarlos de nuevo a sus correspondientes armarios en la cocina.
Una vez guardados los platos y la cubertería, Jon abrió el horno. ¿Qué iba a hacer con aquel pescado? Lo de menos era el pescado ahora ¿Qué iba a hacer con su vida ahora que Marina ya no estaba en ella? El mundo se le volvió a caer encima. El corazón se le apenó y una sensación de malestar y odio le invadió todo su ser cuando, de repente, se oyeron unas llaves abriendo la puerta y los perros salieron escopetados hacia la entrada ladrando. Jon los siguió.
Jon se quedó de piedra al llegar a la puerta y ver a los perros saltando y ladrando a Marina mientras ésta dejaba las maletas sobre el suelo y los acariciaba como cada vez que llegaba a casa.
¿Y esa cara? Parece que hayas visto a un fantasma – comentó Marina mientras se acercaba con una sonrisa para besar a su pareja.
¿Qué haces aquí? – preguntó Jon
¿Cómo que qué hago aquí? ¿Acabo de llegar de viaje y me recibes así? – replicó Marina.
¿Pero no estabas en el avión? – dijo Jon
No, no he venido en el avión que tenía previsto porque me quitaron la última reunión y cogí el anterior – respondió ella.
Jon no se lo podía creer. Se acercó a Marina y la abrazó como nunca lo había hecho hasta entonces. La miró a los ojos y la besó mientras decía: “Te quiero y nunca dejarás de sorprenderme”.
Las personas solemos tener ciertas expectativas sobre las personas que nos rodean o sobre nuestra vida y lo que queremos hacer con ella. Son estas expectativas las que hacen que, cuando esa persona (o esa situación) no es como nosotros la imaginábamos, nos sintamos decepcionados. Esta decepción hace que nos alejemos de la persona que tenemos a nuestro lado, que nuestro corazón se enfríe.
Sin embargo, si somos capaces de ver cómo es esa persona realmente, con sus limitaciones y sus fortalezas, entonces, desde la realidad de lo que nos puede ofrecer, seremos capaces de hablar con ella para mostrarle cómo nos sentimos y cómo podemos mejorar la relación. Desde esta posición, será más complicado que nos decepcione esa persona, porque sabemos hasta dónde puede llegar; y lo único que puede hacer a partir de ese momento, es sorprendernos gratamente, porque cuando se da cuenta de las cosas y quiere salir de su zona de confort, cuando quiere ampliarla, es entonces cuando nos sorprende.
El robot
sábado, 10 febrero, 2018
Rob era una máquina de última generación creada por unos laboratorios similares a esos que aparecen en las películas de ciencia ficción. La diferencia que tenía con los prototipos anteriores es que Rob, tenía apariencia humana. Y no sólo se parecía a los humanos, sino que también imitaba a la perfección sus movimientos, su voz y sus expresiones faciales. Si Rob no se encontrara en el laboratorio con miles de cables saliendo de su cuerpo, nadie notaría la diferencia entre él y el científico que tenía a su lado.
Los científicos del proyecto habían tardado años en desarrollar esta máquina tan perfecta, este humanoide, una inteligencia artificial que estaba lista para salir del laboratorio y enfrentarse al reto de la vida real. El equipo de científicos había tomado la decisión de soltar a Rob en la gran ciudad para ver cómo se desenvolvía, para comprobar que todos los programas que habían incluido en su mente eran capaces de hacer que se comportara como un humano.
Las campanas de la catedral marcaban las doce del mediodía cuando aquel coche negro se detenía frente una la cafetería en el centro de la ciudad. La puerta se abrió y de aquel vehículo salió Rob, con su traje, su corbata y su maletín, como cualquier otro ejecutivo de la zona. Se dio la vuelta y cerró la puerta para ver cómo el vehículo desapareciera por la primera calle a mano derecha.
Rob miró a su alrededor y, aunque no tenía hambre por tratarse de un autómata, decidió sentarse en la terraza de aquella cafetería y pedir algo para beber y comer, tal y como hacían los humanos.
A los pocos minutos salió del interior de la cafetería una joven de enormes ojos y radiante sonrisa. Nunca hasta ese momento se había encontrado con un espécimen similar; tal vez porque todas las mujeres del laboratorio estaban siempre con caras largas y lo veían como un experimento, más que como alguien con quien debieran confraternizar. Rob pidió un zumo y un sándwich, algo que, por la hora, parecía lo más apropiado. La chica lo apuntó en su libreta electrónica y le comentó que en unos minutos lo tendría en su mesa.
Efectivamente, no habían pasado más de cinco minutos cuando aquella mujer volvió a salir por la puerta de la cafetería con su zumo y su sándwich. Al dejar el sándwich sobre la mesa, la melena de aquella joven dejó ver la chapa con su nombre, por lo que Rob le dio las gracias con un: “Gracias, Marisa”. La camarera se sorprendió, pero quedó alagada y respondió con una sonrisa y un: “De nada”.
Al terminar el sándwich y el zumo, Rob pidió la cuenta. Marisa se la trajo y, al ir a cobrarle, Rob le comentó que era nuevo en la ciudad y si le importaría acompañarle a tomar algo y conocer la ciudad una vez terminara su turno. Marisa, aunque no era habitual en ella, aceptó la oferta, quedando con aquel joven en la misma cafetería sobre las cinco de la tarde.
Allí estaba, puntual como las señales del gran reloj de la catedral. A las cinco en punto, con su traje, su corbata y su maletín, frente a la puerta de la cafetería. Marisa lo vio y se apresuró para cerrar la caja, cambiarse de ropa y salir con el bolso cruzado y las manos ocupadas con su móvil y la bolsa con la ropa sucia a donde se encontraba su acompañante. Ese sería uno de tantos otros encuentros que a partir de ese día tendrían Marisa y Rob durante los meses venideros.
Las semanas fueron pasando y, aunque Marisa estaba contenta, no lo estaba del todo, ya que su compañero seguía siendo una persona distante, una persona que no parecía inmutarse con lo que ella le contaba y que en ocasiones podía parecer poco empático. ¿Qué es lo que le pasaba? ¿Por qué parecía tener horchata en vez de sangre en las venas? ¿Por qué no se enfadaba como lo habían hecho el resto de sus parejas cuando ella hacía algo mal?
Rob notaba que la relación estaba en un punto en el que tenía que hacer algo. Sus programas originales no estaban a la altura de las circunstancias. Debía actualizarse para poder seguir con aquella mujer, pero el proceso era más lento de lo esperado inicialmente. Tal vez debido a que no tenía una conexión directa a todos los sistemas del laboratorio. Su inteligencia le hacía modificar comportamientos, ver cómo respondía Marisa y, en función de ello, volver a analizar la situación para cambiar o mantener el nuevo comportamiento.
Marisa, esperaba algo más. Sus expectativas del hombre perfecto eran otras. Parecía como si aquel hombre no viniera con todos los programas instalados por defecto. Programas que, de haberlo sabido los científicos, igual se los hubieran podido instalar antes de dejarlo salir de las instalaciones, pero, ante ese fallo, Rob debía utilizar sus recursos para ir adquiriendo todo aquello que le faltaba lo antes posible.
Sin embargo, el tiempo pasaba y Marisa veía que aquella persona no era como los hombres con los que ella había andado. Aunque no le faltaba humanidad, si veía que no terminaba de completarla como a ella le gustaría, que no era ese príncipe azul que pensó que era en un primer momento; por lo que, pasado un tiempo, decidieron romper aquella relación.
Rob se quedó apenado, ya no tenía a nadie con el que poder crecer y ser más humano, pero la semilla que plantó Marisa fue germinando, poco a poco, haciéndole ver lo que había hecho bien y lo que podía haber hecho mejor. Aquella mujer, aun en la distancia, parecía haber sido un impacto positivo en su vida. Ahora sólo podía esperar que sus vidas se cruzaran de nuevo en un futuro y le pudiera mostrar su versión más actualizada, obra, en parte, de ella.
Algunas personas parecen ser impasibles ante los eventos que ocurren a su alrededor. En algunas ocasiones esto es debido a una falta de empatía con todo aquello que les rodea, pero en otras ocasiones es sólo una mera protección para evitar que esos eventos les hagan daño, al tratarse de personas sensibles que sufren por los demás.
En cualquier caso, las personas que parecen robots, que parecen imperturbables, que son un encefalograma plano y que no muestran sus sentimientos pase lo que pase, no tiene por qué no sufrir. También lo pueden llegar a hacer, pero de otra forma, en otro lugar, tal vez de manera más introvertida.
Pero lo importante, tanto si es por falta de empatía como si es por autoprotección, es identificar que esta situación existe. Una vez somos conscientes del problema, seremos capaces de poner las medidas adecuadas para solucionarlo, bien con la ayuda de un profesional o con nuestra pareja en un entorno de confianza en el que nos sintamos más seguros.
Si nuestra pareja (o persona cercana a nosotros) se abre con nosotros, deberemos ser capaces de mantener esa confianza que nos ha dado y crear ese marco para que se siga abriendo con nosotros porque, esta apertura, puede ser el cambio que estábamos buscando para ver que, en realidad, la persona que tenemos a nuestro lado es un ser humano como nosotros, que siente y padece, pero que necesita su tiempo para mostrar esos sentimientos hasta ahora ocultos en lo más profundo de su ser.
Si por nuestra parte no nos sentimos con fuerzas para ayudar a nuestra pareja, siempre podemos sugerir que se aproxime a un profesional para que le ayude, para que le muestre las herramientas con las que cuenta para ser una persona más.
El extraterrestre
sábado, 20 enero, 2018
Sandra era una chica a la que le gustaba dar grandes paseos por el campo, observando la naturaleza mientras sus perros corrían de un lado a otro persiguiendo mariposas, ratones o cualquier animalito que se cruzara en su camino.
Un día, mientras el sol se ponía tras las montañas y sus perros seguían la senda uno detrás de otro, uno de ellos se paró en seco, haciendo que el resto hundieran sus hocicos en el trasero de su compañero de delante. Sandra, que iba la última, también redujo el ritmo al tiempo que miraba en la dirección que lo hacían sus perros.
De pronto, uno de sus perros salió corriendo hacia unos matorrales que se habían movido. Sandra, y el resto de la manada, salió detrás intentando parar a la bestia en la que se había convertido su mascota peluda de no más de diez kilos.
Al llegar a los matorrales, Sandra apartó a su jauría que no dejaba de ladrar a aquel arbusto. Una vez los acalló y los separó unos metros, se acercó cuidadosamente para ver qué es lo que se escondía detrás de aquel arbusto.
Con sus manos fue apartando las ramas, poco a poco, mientras con sus ojos no dejaba de mirar a las bestias peludas que ahora estaban sentadas esperando con nerviosismo lo que su ama estaba a punto de sacar de detrás del arbusto. ¡Qué será, qué será! – expresaban con sus caritas alegres y juguetonas. ¿Nos lo podremos comer? – seguro que pensaba alguno de ellos mientras Sandra hundía su cuerpo entre las ramas y, de repente, desaparecía entre las hojas verdes.
Sandra se quedó atónita al ver a aquel ser de ojos saltones, orejas puntiagudas y piel arrugada. Aunque tenía dos piernas y dos brazos no parecía ser humano. Sus ojos mostraban terror, posiblemente debido al alboroto causado por sus perros; y su cuerpo, en posición casi fetal, parecía protegerse de aquella mujer que había aparecido de pronto y de la que no tenía forma de escapar.
Sandra se arrodilló junto a ese pequeño ser. Se quitó la sudadera que llevaba puesta y se la acercó al pequeño ser mientras lo intentaba tranquilizar son sus palabras y su dulce voz. Aquel pequeño ser no entendía lo que Sandra le estaba transmitiendo, pero su voz le transmitía tranquilidad y calor, tanto calor como aquel tejido tan suave que comenzaba a rodear su cuerpo.
De vuelta en su casa encerró a sus perros en una habitación antes de liberar a aquel extraño ser de entre sus brazos. Al sentirse liberado de aquella segunda piel, el pequeño ser corrió a refugiarse entre los dos sofás del salón. Sandra se acercó a él lentamente, para no asustarlo y que volviera a huir, y comenzó a hablar.
Aquel ser no entendía lo que Sandra le estaba intentando transmitir, pero durante horas se quedó escuchando aquellos sonidos que salían por su boca. El pequeño ser, cuando veía que Sandra no decía nada, comenzaba a lanzar unos sonidos que, aunque ininteligibles para Sandra, parecían intentar comunicar algo.
Los días fueron pasando, y aquel pequeño ser comenzó a sentirse parte de la familia. Los perros, que en su día lo habían estado acosando contra un arbusto, parecían haberlo aceptado como parte de su manada. Sí, era cierto que aquel ser hablaba un idioma diferente al del resto de los habitantes de la casa, pero era capaz de, en cierta medida, haberse adaptado a aquel entorno que podría haber sido hostil para cualquier otro ser.
Sin embargo, Sandra no se sentía del todo cómoda con aquel pequeño ser. No sólo no parecía adaptarse porque creía que era su responsabilidad hacerse cargo de él, sino porque después de varias semanas, la comunicación entre ambos parecía no mejorar. Ella esperaba que las palabras que salían de su boca fueran comprendidas por aquel «bicho» y, aunque ahora era capaz de entender y reproducir algunas de ellas, todavía no era capaz de mantener una conversación con ella. De hecho, en alguna ocasión, el pequeño ser había entendido algo completamente diferente a lo que ella había indicado, haciendo que se cayeran algunos platos, se rompieran algunos vasos, se escaparan los perros o saltaran los plomos de la casa para evitar males mayores.
Sandra estaba desesperada. Había hecho todo lo que estaba en sus manos para mostrarle a aquel ser su lengua. Sólo quería comunicarse con él para que por lo menos alguien que parecía tener más inteligencia que los perros, pudiera conversar con ella y comprenderla. Sin embargo, aquel ser, parecía no entender nada de lo que ella decía. Y no sólo eso, sino que, además, parecía que nunca iba a aprender a hablar su idioma.
Un día, Sandra salió a pasear a los perros y se dejó la puerta abierta. Aquel pequeño ser se acercó a la puerta y salió en busca de la persona que lo había acogido en su casa. Corrió y corrió por aquel camino de tierra que salía de la casa, con intención de alcanzar a esa mujer con la que había compartido sus últimas semanas. De vez en cuando se paraba para intentar escuchar a la manada de perros que lo habían acompañado durante todo este tiempo, pero no era capaz de escuchar nada, ni siquiera con esas orejas puntiagudas que parecían permitirle escuchar a kilómetros de distancia. Pasaron los minutos y las horas, y aquel pequeño ser no encontró a nadie ¿Estaría perdido otra vez?
Al llegar a casa, Sandra vio que la puerta estaba abierta. Entró corriendo en busca de su pequeño ser que la había acompañado durante estas semanas. Corrió de habitación en habitación, buscando debajo de las camas y dentro de los armarios. ¡De un lado a otro de la casa gritaba “¡Bicho, bicho! ¿Dónde estás?». No había respuesta. Parecía que, su bicho, se había escapado de la casa, que no había entendido todo lo que le dijo antes de salir por aquella puerta esa misma mañana: «Dejo la puerta abierta para que puedan volver los perros, pero tú no salgas, y mucho menos te adentres en el bosque porque es como un laberinto donde te puedes perder fácilmente». No le había escuchado y, ahora, estaba perdido.
La comunicación es fundamental en todos los aspectos de nuestras vidas. Poder emitir un mensaje claro y que la otra persona lo entienda es fundamental para evitar malentendidos. Pero si hablamos de la pareja, entonces la comunicación es esencial para la subsistencia de la misma. Es un arte que hay que desarrollar cuanto antes.
Inicialmente es posible que hablemos idiomas distintos, pero si queremos que la relación siga adelante debemos buscar esa convergencia en el lenguaje. Debemos ser capaces de saber qué quiere decir el otro cuando dice una cosa o cuando dice otra. Lo que para una persona tiene un significado puede tener otro totalmente diferente para la otra parte. Pero esto sólo lo sabremos si hablamos e intentamos comprendernos el uno al otro.
Si hablamos idiomas diferentes, pero una de las partes no tiene interés en hablar el otro idioma o averiguar qué significan ciertas palabras, entonces no existirá nunca la comunicación entre ambas partes y, por ende, la relación fracasará.
Si nos damos cuenta de que no hablamos el mismo idioma, es decir, que nos cuesta entender a nuestra pareja, es posible que sea el momento de hablar con un profesional que nos ayude a interpretar lo que la otra persona quiere decirnos, lo que nos quiere transmitir, y todo desde un entorno de confianza y seguridad que nos permitirá comenzar a entender a nuestra pareja y desarrollar nuestra relación.
El velero
sábado, 6 enero, 2018
Belén y Pedro eran una pareja a quienes les encantaba el mar. Era tal su pasión por el mar, que durante muchos años estuvieron ahorrando para comprarse un pequeño velero de 12 metros de eslora que habían botado a la mar hacía poco menos de un año.
Durante todo este tiempo Belén y Pedro habían tenido ocasión de hacer numerosos viajes. Viajes que les habían permitido descubrir nuevos lugares y nueva gente. Pero lugares que ambos querían descubrir o que, por algún casual, descubrieron juntos al virar junto a un cabo donde nunca habían estado.
Lo bueno que tenían Belén y Pedro era que, siempre que se subían a su velero, tenían un mismo objetivo. No importaba quién estuviera al timón, el otro estaba tranquilo, porque sabía que el destino de los dos era el mismo; y ninguno de ellos iba a poner en riesgo la embarcación ni el futuro que juntos querían alcanzar.
Un fin de semana, Belén invitó a Carmen y su marido a dar una vuelta por las islas de alrededor. La nueva pareja estaba encantada con esta pequeña aventura de fin de semana que sus amigos les habían ofrecido; por lo que prepararon todos sus bártulos y se acercaron al puerto deportivo desde el que tenían que partir junto a sus amigos el viernes después del trabajo.
Allí estaban los cuatro, subidos en aquel precioso velero, con una meteorología que acompañaba a iniciar esa travesía de fin de semana. Pedro quitó las amarras mientras Belén hacía los primeros virajes para salir del puerto. Carmen y su marido, Roberto, observaban atónitos cómo el resto de embarcaciones les saludaban al pasar junto a ellos, cómo las gaviotas revoloteaban por encima de ellos y cómo, al alejarse de la costa, los delfines comenzaban a saltar junto a la proa.
Ya en alta mar, Belén dejó el timón a Pedro para ella poder descansar un poco. Pedro salió de la cocina, donde había estado preparando el aperitivo y la cena y se puso al mando de la nave. Belén le dio un beso al hacer el cambio de timonel y bajó a la cocina para terminar de preparar la cena y charlar un rato con su amiga.
Pasaron unas cuantas horas antes de que el sol comenzara a ponerse por el horizonte y el velero, con todos sus integrantes, llegaran a su primer destino, una pequeña isla donde fondearon para cenar y pasar la noche al refugio de las olas y el viento que rolaba del Norte con fuerza dos.
Al día siguiente, y puesto que ya estaban en alta mar, Belén propuso a Carmen y Roberto que tomaran el timón para llevarlos hacia la siguiente isla que no estaba más allá de unas veinte millas marinas. Belén y Roberto estaban entusiasmados… ¡llevar una embarcación! ¡Qué alegría!
Carmen fue la primera en poner las manos sobre aquel timón que los llevaría hacia su destino. Belén, ante el desconocimiento náutico que tenía su amiga, le dijo: «Apunta hacia aquella montaña que se ve en el horizonte».
Mientras Belén y Pedro se hacían cargo de las velas y cualquier tema un poco más técnico, Roberto estaba al lado de su mujer, haciendo presión psicológica para que ésta le dejara los mandos de la nave lo antes posible. Y no sólo eso, sino que cada pocos minutos le decía a su pareja: «Ten cuidado, te estás desviando», «Belén, nos estamos parando», «Belén, no vas bien».
Todos estos comentarios hicieron que Belén soltara el timón y le cediera el puesto de capitán del navío a su marido. Roberto, orgulloso de poder tener el control de tan magnífica nave, comenzó a hacer todo aquello que su mujer no había realizado durante el tiempo que había estado capitaneando la nave.
A los pocos minutos, y siguiendo el mismo protocolo de su marido, Belén comenzó a increparle, indicando lo mal que llevaba el velero, diciendo lo escorados que iban, apresurándose a indicar los riesgos que tenía delante o a un lado del velero.
Mientras tanto, Belén y Pedro veían que aquella pareja los estaba alejando de su destino y, aunque estaban todavía en alta mar y no había naves en el horizonte, podría poner en peligro su nave y sus vidas si alguno de los dos perdía los nervios cerca de la costa; por lo que optaron por hablar con ellos y reconducir la situación.
Por norma general las parejas suelen compartir sus sueños, sueños que les harán ser más felices el uno con el otro. Cuando uno comparte estos sueños con la otra persona, no importa quién de los dos lleve el timón de la embarcación, porque existe la confianza de que, tanto el uno como el otro, llevará el velero al puerto de destino.
Sin embargo, cuando los sueños de una pareja no son los mismos, cuando no existe una relación de confianza, entonces cada uno querrá llevar el velero hacia el puerto que más le convenga.
Es en este momento, cuando una de las dos partes percibe este malestar, esa desconfianza, esa desalineación de los sueños y los objetivos comunes, que se debe acudir a un profesional para que éste nos ayude a reconducir nuestra relación porque, aunque parezca que está todo perdido, puede que sea debido a los malentendidos provocados por una mala comunicación en el seno de la pareja.