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El ángel de la guarda

domingo, 8 julio, 2018

Elena se puso la bata blanca y se acercó a la pared donde estaba la planificación del día.  Buscó su nombre.  Hoy le tocaba hacerse cargo de la planta 21 junto a otras compañeras.  Miró el reloj que colgaba de la misma pared que la hoja de planificación.  Ya eran las 8:00 horas.

Elena se acercó a enfermería para recoger el carrito con las medicinas que tendría que repartir durante las próximas horas.  Al entrar en aquel pequeño cuarto repleto de estanterías, Andrea, la responsable, le saludó y preguntó por la planta que le tocaba hoy.  La 21 – respondió Elena.

Andrea miró el listado que tenía entre las manos, se sonrió y dijo: “Hoy te toca la habitación 2110.  La habitación del ángel de la guarda”

Al oír aquellas palabras, a Elena se le llenaron los ojos de lágrimas.  Lágrimas que pudo contener y disimular delante de Andrea.  Lágrimas de emoción por la historia que había detrás de aquella persona a la que, después de tanto tiempo allí, nadie le conocía por su nombre, sino por ese apodo que, cariñosamente, alguna persona del equipo médico le había puesto.

Con todas las medicinas preparadas en el carrito, Elena se dirigió al ascensor que le llevaría a la planta 21.  Se montó en él y pulsó el correspondiente botón.  Fueron pocos los segundos que tardó en escuchar la voz digitalizada de aquella mujer diciendo: “Planta 21”.  Las puertas se abrieron.

Elena empujó el carrito fuera del ascensor y comenzó a andar por aquel pasillo que, a esas horas, todavía no tenía mucha actividad.  Según se acercaba a la habitación 2110 comenzó a escuchar suavemente la canción de Alicia Keys, New York: “Concrete jungle where dreams are made of.  There’s nothing you can’t do, now you’re in New York!”  Al llegar a la puerta de la 2110 se quedó parada, no quiso entrar para no molestar, observando aquella imagen mientras la canción seguía sonando: “These streets will make you feel brand new.  Big lights will inspire you.  Hear it for New York, New York, New Yooork!

Al parecer aquella pareja se había casado hacía escasos nueve meses.  Durante su luna de miel se fueron a Nueva York donde disfrutaron de todo su amor.  Desafortunadamente, al poco tiempo de regresar de su luna de miel, ella fue atropellada por un coche que se saltó un paso de cebra y, desde entonces, ella se encontraba en coma.

Aquel hombre llevaba todo este tiempo junto a ella, sin que ella se diese cuenta, sin que ella lo percibiese.  Tal vez por eso le apodaron como “el ángel de la guarda”, porque ella no sabía que él estaba allí, a su lado, preocupándose por ella, día y noche.

Este ángel despertaba a su amada todas las mañanas con la misma canción: New York.  Una canción que representaba el momento de mayor felicidad en sus vidas.  Una canción que él esperaba que ella pudiera escuchar allá donde estuviera.  Una canción de esperanza, donde no hay nada que no puedas conseguir si estás en esa ciudad.  Una canción que esperaba la sacara de su letargo de una vez por todas.

Pero no era sólo aquella canción lo que le hacía tener aquel apodo.  Aquel hombre se pasaba horas leyendo historias a su amada.  Historias que él mismo se inventaba.  Historias de aquella vida que estarían viviendo si ella no estuviera en aquel estado.  Historias, en el fondo, de amor, de aquel amor que una vez sintieron el uno por el otro y que nunca pudieron llegar a desarrollar.

Elena cogió la bandeja con los medicamentos de la 2110 y entró en la habitación cuando la canción estaba terminando: “Big lights will inspire you.  Hear it for New Yooork” y mientras aquel hombre besaba a su mujer en la mejilla y le decía: “Te quiero”.

Cuando aquel hombre se percató de la presencia de Elena en la habitación, se volvió hacia ella, esbozó una sonrisa y le dio los buenos días mientras se acercaba al sofá que tenía junto a la cama y se sentaba para dejar paso a que Elena pudiera hacer sus labores.

Elena comenzó revisando la sonda, luego los drenajes, después la máquina de respiración artificial, y terminó inyectando los medicamentos dentro de aquellas bolsas de suero que estaban conectadas a aquella mujer.

Mientras limpiaba suavemente el cutis de la mujer, el hombre murmuró: “¿Sabe que hoy es el día?”  Elena se quedó perpleja.  ¿El día de qué? – se preguntó.  El hombre respondió a aquella pregunta silenciosa: “Hoy es el día en que tengo que decidir si la desconecto o no.  El día en el que tengo que decidir si dejo que esta mujer se vaya de mi vida de una vez por todas o la mantengo un poco más… y no sé qué hacer”.  Elena no sabía qué decir.

Mientras recogía los guantes, los algodones y los botes de los medicamentos, entró el doctor en la habitación.   Elena no esperaba que el médico hiciera la ronda tan temprano y, por la cara de sorpresa, el ángel de la guarda, tampoco.

El doctor se acercó a aquel hombre y le dijo: “Carlos, hoy es el día.  Ya ha pasado el tiempo que podemos mantener a su mujer Marie con respiración asistida ¿Ha tomado alguna decisión?”

A Carlos se le cayó el alma al suelo.  Había llegado la hora de tomar la decisión.  Una decisión que había intentado posponer durante todos estos meses.  Una decisión que esperaba no haber tenido que tomar si ella hubiera despertado de aquel letargo.  Pero la vida era así, unas veces las personas se despertaban de aquel letargo y otras no.  Él no podía hacer más de lo que había hecho durante todos estos meses.

Carlos miró al médico y, con lágrimas en sus ojos dijo: “Desconéctela”.

El doctor miró a Elena, quien todavía no se había ido de la habitación y dijo: “Por favor, enfermera, no se vaya todavía.”  Se acercó a la máquina de respiración asistida y pulsó el botón de apagado.  Todos los sistemas se pararon de inmediato y aquella máquina dejó de insuflar aire a la mujer que yacía inmóvil en aquella cama.

Carlos, al otro lado de la cama, cogía la mano a la que había sido su mujer, su bella durmiente durante estos últimos meses, y se la llevaba al pecho mientras se agachaba y le daba un último beso de despedida con lágrimas en los ojos.  Lágrimas que cayeron sobre el cutis de Marie.

Marie sintió aquella lágrima sobre su piel.  Una lágrima que hizo que su cerebro se activara por unos instantes y, aunque todavía estaba como metida en un sueño y no sabía dónde estaba ni qué día era; sí parecía tener claro que la querían desconectar de aquella máquina, la querían desconectar de una vida que quería vivir con su pareja.  Las historias narradas por su marido comenzaban a fluir por su mente, al tiempo que sonaba la canción de Alicia Keys.  ¿Dónde estaba?  ¿Qué estaba ocurriendo?  Si era un sueño… ¡quería salir de él!  ¡Quería despertar!

Marie comenzó a notar que el aire no le llegaba a sus pulmones como hacía unos minutos.  Se comenzaba a ahogar.  Intentó apretar la mano de su marido para hacerle ver que estaba ahí, que estaba viva y que se estaba ahogando; para decirle que no quería morir.  Pero sus músculos estaban inmóviles y no ejercían presión alguna sobre la mano de Carlos.  ¿Cómo podía hacerle ver que todavía estaba ahí y que no la dejará escapar?  Se seguía ahogando.  Ya no podía más…

¡Noooooooooo! – gritó Marie mientras de un salto se erguía en la cama mirando a diestro y siniestro para ver quién estaba a su lado.  No había nadie.  Miró alrededor y vio que allí estaban sus butacas, su tocador con su espejo, su armario, sus peluches de la infancia.  Y por la puerta de la habitación entraba Carlos, con Sofía en brazos, ambos con una sonrisa al verla.

Carlos dejó a Sofía sobre la cama y dijo: “Corre Sofía, ve con mamá”.

Sofía, tambaleándose, se acercó a su madre y la abrazo fuertemente.  Marie la sujetó entre sus brazos como nunca hasta ahora la había abrazado.

Carlos se sentó sobre la cama, junto a Marie y preguntó: “¿Todo bien, cariño?”

Marie sonrió y respondió: “Ahora sí, mi amor”

A las personas nos cuesta desprendernos de las cosas, y mucho más cuando estas cosas son personas a las que hemos amado.  No importa si la persona está muy enferma o no, siempre tenemos la esperanza de que esa persona se va a recuperar, se va a poner bien.  Pero en muchas ocasiones la otra persona no es consciente de su enfermedad, de su estado, por lo que no hace nada por cambiar su situación.

Es por ello que, para no sufrir más y poder tener una vida plena, en algunas ocasiones, debemos desconectar la máquina que nos une a la otra persona y dejar que esta muera.  Una decisión que se nos plantea muy difícil, pero que debemos hacer cuando la cosa no tiene otra solución.

Por su parte, las personas no suelen tener la iniciativa de cambiar de motu proprio, sino que tiene que darse una situación extrema para que despierten de ese letargo en el que estaban y del que no podían salir.

En ambos casos, tanto a la hora de desprendernos de una persona como a la hora de despertarnos para cambiar nuestra vida, suele ser oportuno trabajar todos nuestros sentimientos con un profesional que nos ayudará durante este proceso de duelo o cambio de vida.

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Víctimas emocionales

viernes, 10 agosto, 2012

En alguna ocasión es posible que nos hayamos sentido atraídos por una persona a los pocos minutos de conocerla. Tal vez fuera su aspecto físico lo que nos atrajo inicialmente; o su conversación, la cual era nula si tenemos en cuenta que sólo hablaba yo; o tal vez su mirada seductora, la cual era tan electrizante que nos erizaba el pelo de todo el cuerpo; pero en cualquier caso, y sin tener muy claros los motivos, nos sentimos atraídos hacia esa persona de manera irremediable.

A partir de ese momento nuestra capacidad creativa aumenta de forma exponencial con el objeto de ayudarnos a encontrar alguna actividad en la que podamos coincidir de nuevo. Volver a quedar con los amigos para tomar una cerveza, salir a bailar a alguna discoteca de moda, una salida al campo… ¡cualquier cosa vale con tal de volver a verla!

Al llegar el siguiente encuentro nuestros corazones laten a un ritmo poco habitual. Desde el momento en el que se cruzan nuestras miradas comenzamos a buscar esa chispa, una chispa que, si salta, puede hacer que nuestros labios se encuentren al final de la velada.

Sin embargo, también es posible que la otra persona no esté del todo “emocionada” con nosotros. Es posible que la otra persona no esté disponible en ese momento porque, tal vez, tenga a otra persona en la cabeza; o quizás porque no quiera meterse en una nueva relación después de lo mal que acabó la última. Por tanto, el encuentro es frío, distante. En ese entorno difícilmente saltará ninguna chispa. Nos sentimos rechazados por la otra persona.

Este sentimiento de rechazo, el sentir que la persona por la que nos sentimos atraídos no tiene un sentimiento recíproco hacia nosotros, hace que nos convirtamos, de forma inconsciente, en víctimas de esa relación que nunca llegó a germinar. Nuestra sociedad, alentada tal vez por sus creencias católicas, fomenta que estas personas que no han llegado a ser amadas, se consideren víctimas de esta injusticia emocional. Pero ¿cuál es realmente la injusticia que hemos sufrido en nuestras carnes?

Tal vez la injusticia haya sido la propia realidad. Una realidad que en muchas ocasiones es cruel si no estamos preparados para ello. Una crueldad que debe ser endulzada de alguna forma por las personas que nos rodean para evitar que nos sintamos mal. Pero la realidad, nos guste o no, es que no podemos atraer a todas las personas que nos rodean. No podemos tener afinidad con todas ellas, aunque en ocasiones tengamos muchas cosas en común.

Por tanto, cuanto antes comencemos a asumir este hecho, que no podemos gustar a todas las personas por las que nos sentimos atraídos o interesados, antes dejaremos de sufrir. Un hecho que, además, puede darse en ambos sentidos, es decir, en ocasiones podemos estar nosotros en el otro lado, en el lado de la persona que no está interesada por la propuesta que le hacen.

Lo mejor para evitar ser víctimas emocionales es asumir la realidad. Y la realidad es que no todas las personas con las que nos topemos en esta vida, y por las que nos sintamos atraídos, van a estar interesadas en nosotros. También es importante dejar a un lado la fantasía en la que idiotizamos a la otra persona, en la que le decimos que no sabe lo que se va a perder por no estar con nosotros, en la que nos encumbramos a lo más alto y nos creemos el no va más; tan sólo como respuesta a nuestra rabia por haber sido relegados a un segundo lugar en su vida.

El aprender a gestionar nuestros sentimientos, nuestra rabia, nos puede ayudar a seguir con nuestra vida en un corto periodo de tiempo. Nos puede ayudar a ser el protagonista de nuestra vida, y no un actor secundario a expensas del guión que nos vaya escribiendo la otra persona.

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Déjà vu

miércoles, 21 diciembre, 2011

El despertador sonó a las 7:00 horas. Fran lo apagó de un manotazo y con gran pereza irguió su cuerpo sobre la cama. Se levantó y entró en el baño para afeitarse y tomar una ducha matinal. Se vistió y fue a la cocina, donde se preparó un desayuno compuesto de zumo de naranja, café con leche, tostadas, algo de fruta y unos cereales. Mientras ingería su primera comida del día aprovechó para hojear el periódico que minutos antes le había dejado delante de su puerta el repartidor. A las 7:45 horas cogió su abrigo y salió de casa.

Al salir del edificio saludo al portero que estaba limpiando los cristales de la puerta de entrada. Giró a la derecha, subió la calle y entró en la boca del metro. Pasó el billete por el torno y bajó las escaleras hasta el andén. Espero unos minutos a la llegada del tren y se subió en el tercer vagón. Al llegar a su parada salió del vagón, subió las escaleras mecánicas hasta la superficie y anduvo durante 100 metros hasta su trabajo.

El día tuvo sus altibajos. Discusiones con algún cliente que se quejaba porque no le había llegado la mercancía a tiempo; altercados con algunos empleados por el exceso de trabajo que tenían que soportar desde hacía unos meses; planificación de las tareas a realizar para la próxima semana; revisión de las propuestas para los nuevos clientes, etc.

Al finalizar su jornada laboral, Fran volvió a montarse en el vagón del tren y que le llevaría hasta la estación de metro más cercana a su casa. Al llegar a su morada se descalzó, se quitó la corbata y la camisa y se tumbó en el sofá a leer un libro mientras esperaba a su amigo Pedro que le recogería minutos más tarde para salir a correr por el parque.

Después de correr unos kilómetros entre árboles, pájaros y alguna que otra ardilla, Fran volvió a su casa para relajarse bajo la ducha, terminada la cual se puso el pijama y se preparó una cena ligera. Al terminar se sentó en la butaca del salón mientras encendía el televisor para ver la película del día. Al concluir la película Fran apagó el televisor y se acostó en su cama para gozar de un sueño reparador.

El despertador sonó a las 7:00 horas. Fran lo apagó de un manotazo y con gran pereza irguió su cuerpo sobre la cama. Se levantó y entró en el baño para afeitarse y tomar una ducha matinal. Se vistió y fue a la cocina, donde se preparó un desayuno compuesto de zumo de naranja, café con leche, tostadas, algo de fruta y unos cereales. Mientras ingería su primera comida del día aprovechó para hojear el periódico que minutos antes le había dejado delante de su puerta el repartidor. Las noticias que aparecían en primera página eran idénticas a las del día anterior, pero curiosamente el periódico de ayer no estaba por ningún sitio. A las 7:45 horas cogió su abrigo y salió de casa.

Al salir del edificio saludo al portero que estaba limpiando los cristales de la puerta de entrada. Antes de girar a la derecha como hacía todos los días, esta vez se dio media vuelta para echar otra mirada al portero. Las manchas que estaba quitando eran las mismas del día anterior. Subió la calle, y la gente con la que se encontró era la misma con la que se había encontrado veinticuatro horas antes. Bajó al andén y se metió en el tercer vagón. La gente que estaba allí apiñada era la misma que la última vez. Al llegar a su parada salió del vagón y subió por las escaleras mecánicas hasta la superficie. Las personas que subían y bajaban aquellas escaleras eran las mismas que hacía unas horas. Es más, la ropa y peinados que llevaban eran idénticos.

Al llegar a su trabajo se encontró con los mismos problemas que el día anterior y tuvo que realizar las mismas tareas. Las conversaciones, la comida, las llamadas que recibió, todo se repetía. Parecía que nada había cambiado. En su camino de vuelta a casa le ocurrió lo mismo, se encontró con las mismas personas, mantuvo las mismas conversaciones, corrió por los mismos caminos, y charló de los mismos temas con su amigo Pedro. Al llegar a casa y encender la televisión pudo ver de nuevo la misma película que la noche anterior. ¿Qué estaba ocurriendo?

En algunas ocasiones nuestra vida es tan rutinaria que nada parece cambiar. Mantenemos las mismas conversaciones con las mismas personas; hacemos el mismo trabajo día a día y, aunque de vez en cuando hacemos algo que pueda modificar nuestra realidad, esta se mantiene casi inamovible a nuestros ojos.

Para cambiar esta realidad, en ocasiones optamos por alejarnos físicamente de aquellas personas que nos molestan, que nos agobian o que no nos permiten ser felices. Este alejamiento es un primer paso para romper con nuestros enganches. Sin embargo, estos lazos afectivos pueden ser algo más complicados de romper que lo que parece a simple vista. Es por ello que en ocasiones, y aunque parezca que las cosas han podido cambiar, desde la perspectiva del observador nada haya cambiado.

Es entonces cuando hay que dar ese salto e intentar buscar aquellas herramientas que me permitirán alcanzar mis objetivos de felicidad total, para lo cual debo desengancharme de aquellas cosas que me están hundiendo. Esto es algo que inicialmente puede resultar complicado de entender y mucho más de llevar a cabo, pero que al final del día puede tener grandes beneficios para la persona.

El desengancharnos de las cosas que no son buenas para nosotros es fundamental para conseguir nuestra felicidad.

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Perdidos

lunes, 6 octubre, 2008

Perdidos es una serie americana, ganadora de un Globo de Oro y seis premios Emmy, que no sólo narra las aventuras de un grupo de supervivientes a un accidente aéreo en una isla del Océano Pacífico, sino que también es una metáfora sobre el ser humano, quien no puede salir de la isla donde ha sido confinado en el momento de su nacimiento.

Este accidente hace que cada uno de los supervivientes tenga una nueva oportunidad en la vida, sin embargo, el pasado de cada uno de ellos hace que actúen de una u otra forma en función de las circunstancias, habiendo veces en las que nos pueden parecer sus actuaciones de lo más ilógicas o irracionales.  Y no es hasta que nos muestran parte de ese pasado que no comprendemos realmente los motivos que tenían para ello.

Pero la serie también nos muestra que, aunque estemos atrapados en la isla y que nuestro pasado pueda afectar en las decisiones que tomamos en nuestro día a día, también podemos cambiar.  Para ello los guionistas de la serie introducen a John Locke.  Este supervisor de colecciones en una fábrica de cajas tiene la habilidad de cazar y vivir de los recurso que ofrece la isla, pero también tiene la cualidad de ver los recursos de cada uno de los supervivientes, por lo que podría ser el coach de la serie.

La cualidad de ver el potencial de las personas, unida a la fuerza de sus preguntas y a la potencia de sus visualizaciones hace que aquellos que se acercan a él tomen consciencia de su realidad y comiencen a enfrentarse a sus miedos, a sus retos, a su pasado, para así iniciar el cambio que los llevará a ser alguien mejor de lo que eran hasta el momento de conocerlo.

Como dijo John Locke en uno de los capítulos de la primera temporada: «el enemigo no está entre nosotros, sino en el interior de la isla«.  No importa que estemos confinados en un cuerpo toda la vida, ni que arrastremos un pasado, lo importante es que podemos cambiar y ser mejores.

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