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El cazador y la pantera
sábado, 10 marzo, 2018
Marvin era un cazador consumado. Le gustaba tanto la caza mayor como la menor, aunque prefería la primera sobre la segunda. Y se podía pasar horas siguiendo el rastro de unas perdices como el de un jabalí o ciervo. Aunque el mismo hecho de disparar a un animal indefenso no le convencía del todo, el seguir su rastro por los bosques le hacía sacar su instinto más básico, un instinto que también tuvieron nuestros progenitores hace miles de años cuando cazar era esencial para la subsistencia más que un deporte.
Ese día de primavera, Marvin salió de casa con su escopeta al hombro, como tantas otras veces. Cogió el coche y comenzó a conducir hacia uno de los bosques más frondosos de su localidad. Un bosque por el que le encantaba pasear en busca de algún animal que le llamara la atención. Pero aquel día iba a ser diferente, aunque Marvin no lo sabía todavía.
Al llegar al bosque aparcó el coche bajo unos árboles, para que su sombra lo protegiera de aquel sol que ya comenzaba a calentar. Sacó la escopeta de su funda, comprobó que estuviera descargada y se la echó al hombro partida en dos.
Sus botas de montaña iban rompiendo las pequeñas ramas que habían caído al suelo por los últimos vientos, haciendo que los animales que estaban a su alrededor salieran corriendo en dirección contraria. A Marvin le encantaba hacer un poco de ruido al principio de sus caminatas, principalmente para comprobar si la zona por la que andaba tenía fauna o no.
Pasaron los minutos y Marvin se iba adentrando más y más en el bosque mientas los pájaros alertaban de su presencia al resto de la comunidad con sus cánticos estridentes. De pronto, todos los pájaros se callaron. Durante unos segundos reinó el más absoluto de los silencios. Tal fue así que Marvin también se paró en seco para intentar escuchar qué era aquello que había hecho enmudecer al bosque entero.
Miró a uno y otro lado, pero no conseguía ver nada. Activó todos y cada uno de sus sentidos. Alerta. Al acecho. Esperando ver o escuchar algo. No veía nada. No olía nada. No escuchaba nada. De pronto, escuchó algo detrás de él.
Muy lentamente se giró para ver qué es lo que tenía a sus espaldas. Si era eso lo que había hecho enmudecer al bosque. Sus ojos intentaban adelantarse a su cuerpo, que seguía en posición de escapatoria en dirección opuesta al sonido. Y allí estaba. Majestuosa. Radiante. Mirándole fijamente con aquellos bellos ojos verdes.
¡Una pantera! ¿Qué hacía allí aquella pantera en mitad del bosque? ¿De dónde se habría escapado? ¿Estaría hambrienta y le querría devorar? Mientras Marvin se hacía todas estas preguntas, la bestia comenzó a acercarse a Marvin, lentamente, sin dejar de mirarle, como si estuviera escaneando a su presa, buscando ese punto débil donde poder cerrar sus mandíbulas.
Marvin intentó, con mucho cuidado, cargar su escopeta, pero para cuando se la quitó del hombro y comenzó a buscar con su mano izquierda los cartuchos en su cinturón con los que abatir aquel animal, aquella bestia ya estaba a su lado.
Estaba totalmente inmovilizado. Rígido como una estatua. Apenas podía respirar mientras aquel felino daba vueltas a su alrededor, cuando de pronto, notó un golpe sobre su pierna. Aquella pantera se estaba frotando contra él. Aquella pantera no parecía querer comérselo, sino que parecía querer jugar con él. ¿Cómo era posible aquello? ¿Una pantera que quería hacerse su amiga?
Marvin dejó lentamente la escopeta a un lado y se agachó ligeramente para acariciar a la bestia. Su piel era suave como el terciopelo y, en cuanto comenzó a acariciarla, la bestia inició su ronroneo como lo hacen los gatos caseros con sus dueños.
Las horas pasaron y aquellos seres tan diferentes entre sí, que se habían encontrado fortuitamente en el bosque aquella mañana, seguían retozando entre las hierbas y los arbustos como si de dos buenos amigos se tratara. Pero Marvin se tenía que ir. Tenía que volver a su vida cotidiana por lo que, en un momento dado, se levantó, agarró la escopeta e inició su camino hacia el coche dejando tras de sí a aquella mancha que sentada sobre una piedra veía cómo el humano se alejaba sin mirar atrás.
Los días pasaron antes de que Marvin tuviera ocasión de volver de nuevo a aquel bosque. Un tiempo durante el cual Marvin había echado de menos a aquel animal, un animal que todavía a fecha de hoy no se explicaba cómo se encontraba allí y cómo no le había atacado y descuartizado con aquellas potentes garras y fuertes mandíbulas.
Marvin siguió el mismo camino que había tomado la última vez, en busca de aquel animal. Sin embargo, en esta ocasión no encontró a tan magnífica bestia. La buscó y buscó durante horas, queriendo encontrar de nuevo aquello que tan feliz le había hecho durante unas horas. Pero no encontró nada.
Durante semanas siguió recorriendo aquel bosque en busca de aquella pantera, pero nada, no conseguía encontrarla. Tanto se adentró en el bosque que un día terminó perdiéndose y a punto de despeñarse por un acantilado.
La pena le comía por dentro ¿qué le habría pasado a aquella bestia? ¿Habría desaparecido para siempre? ¿Fue todo un sueño o una ilusión fruto del calor? ¿La volvería a ver? ¿Se acordaría de él? Ya no podía hacer nada más. Sólo le quedaba rezar, rezar por que aquella bestia se encontrara bien, rezar para que volviera a verla.
En ocasiones las personas nos ofuscamos por volver a encontrar algo que una vez nos pareció haber visto en una persona, algo fugaz que nos hizo ser felices, que nos gustó de ella, pero que, desde hace tiempo, no hemos vuelto a sentir. Sin embargo, aunque la realidad nos muestre que ese algo ya no está (o tal vez nunca estuvo), nuestro corazón nos incita a seguir buscando y, en ocasiones, nos puede hacer que nos perdamos en la inmensidad del bosque.
Si es cierto que una vez ese algo existió en una relación, es posible que vuelva a aparecer, que nos busque de nuevo. Si por el contrario ese algo nunca existió, entonces es mejor dejar de buscar y comenzar a cuidarnos.
Déjà vu
miércoles, 21 diciembre, 2011
El despertador sonó a las 7:00 horas. Fran lo apagó de un manotazo y con gran pereza irguió su cuerpo sobre la cama. Se levantó y entró en el baño para afeitarse y tomar una ducha matinal. Se vistió y fue a la cocina, donde se preparó un desayuno compuesto de zumo de naranja, café con leche, tostadas, algo de fruta y unos cereales. Mientras ingería su primera comida del día aprovechó para hojear el periódico que minutos antes le había dejado delante de su puerta el repartidor. A las 7:45 horas cogió su abrigo y salió de casa.
Al salir del edificio saludo al portero que estaba limpiando los cristales de la puerta de entrada. Giró a la derecha, subió la calle y entró en la boca del metro. Pasó el billete por el torno y bajó las escaleras hasta el andén. Espero unos minutos a la llegada del tren y se subió en el tercer vagón. Al llegar a su parada salió del vagón, subió las escaleras mecánicas hasta la superficie y anduvo durante 100 metros hasta su trabajo.
El día tuvo sus altibajos. Discusiones con algún cliente que se quejaba porque no le había llegado la mercancía a tiempo; altercados con algunos empleados por el exceso de trabajo que tenían que soportar desde hacía unos meses; planificación de las tareas a realizar para la próxima semana; revisión de las propuestas para los nuevos clientes, etc.
Al finalizar su jornada laboral, Fran volvió a montarse en el vagón del tren y que le llevaría hasta la estación de metro más cercana a su casa. Al llegar a su morada se descalzó, se quitó la corbata y la camisa y se tumbó en el sofá a leer un libro mientras esperaba a su amigo Pedro que le recogería minutos más tarde para salir a correr por el parque.
Después de correr unos kilómetros entre árboles, pájaros y alguna que otra ardilla, Fran volvió a su casa para relajarse bajo la ducha, terminada la cual se puso el pijama y se preparó una cena ligera. Al terminar se sentó en la butaca del salón mientras encendía el televisor para ver la película del día. Al concluir la película Fran apagó el televisor y se acostó en su cama para gozar de un sueño reparador.
El despertador sonó a las 7:00 horas. Fran lo apagó de un manotazo y con gran pereza irguió su cuerpo sobre la cama. Se levantó y entró en el baño para afeitarse y tomar una ducha matinal. Se vistió y fue a la cocina, donde se preparó un desayuno compuesto de zumo de naranja, café con leche, tostadas, algo de fruta y unos cereales. Mientras ingería su primera comida del día aprovechó para hojear el periódico que minutos antes le había dejado delante de su puerta el repartidor. Las noticias que aparecían en primera página eran idénticas a las del día anterior, pero curiosamente el periódico de ayer no estaba por ningún sitio. A las 7:45 horas cogió su abrigo y salió de casa.
Al salir del edificio saludo al portero que estaba limpiando los cristales de la puerta de entrada. Antes de girar a la derecha como hacía todos los días, esta vez se dio media vuelta para echar otra mirada al portero. Las manchas que estaba quitando eran las mismas del día anterior. Subió la calle, y la gente con la que se encontró era la misma con la que se había encontrado veinticuatro horas antes. Bajó al andén y se metió en el tercer vagón. La gente que estaba allí apiñada era la misma que la última vez. Al llegar a su parada salió del vagón y subió por las escaleras mecánicas hasta la superficie. Las personas que subían y bajaban aquellas escaleras eran las mismas que hacía unas horas. Es más, la ropa y peinados que llevaban eran idénticos.
Al llegar a su trabajo se encontró con los mismos problemas que el día anterior y tuvo que realizar las mismas tareas. Las conversaciones, la comida, las llamadas que recibió, todo se repetía. Parecía que nada había cambiado. En su camino de vuelta a casa le ocurrió lo mismo, se encontró con las mismas personas, mantuvo las mismas conversaciones, corrió por los mismos caminos, y charló de los mismos temas con su amigo Pedro. Al llegar a casa y encender la televisión pudo ver de nuevo la misma película que la noche anterior. ¿Qué estaba ocurriendo?
En algunas ocasiones nuestra vida es tan rutinaria que nada parece cambiar. Mantenemos las mismas conversaciones con las mismas personas; hacemos el mismo trabajo día a día y, aunque de vez en cuando hacemos algo que pueda modificar nuestra realidad, esta se mantiene casi inamovible a nuestros ojos.
Para cambiar esta realidad, en ocasiones optamos por alejarnos físicamente de aquellas personas que nos molestan, que nos agobian o que no nos permiten ser felices. Este alejamiento es un primer paso para romper con nuestros enganches. Sin embargo, estos lazos afectivos pueden ser algo más complicados de romper que lo que parece a simple vista. Es por ello que en ocasiones, y aunque parezca que las cosas han podido cambiar, desde la perspectiva del observador nada haya cambiado.
Es entonces cuando hay que dar ese salto e intentar buscar aquellas herramientas que me permitirán alcanzar mis objetivos de felicidad total, para lo cual debo desengancharme de aquellas cosas que me están hundiendo. Esto es algo que inicialmente puede resultar complicado de entender y mucho más de llevar a cabo, pero que al final del día puede tener grandes beneficios para la persona.
El desengancharnos de las cosas que no son buenas para nosotros es fundamental para conseguir nuestra felicidad.