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Detectores de fallos
lunes, 9 julio, 2012
Juan era uno de esos arquitectos que, después de quince años diseñando edificios, revisando edificios en plena construcción, y paseando por habitaciones mientras estaban siendo remodeladas, era capaz de detectar fallos estructurales con una facilidad asombrosa.
Una mañana, mientras estaba en su estudio, Juan recibió la llamada de Cristóbal, un viejo amigo de la infancia. Cristóbal llamaba a su amigo para informarle de que, con motivo de su reciente cambio de trabajo, iba a celebrar una pequeña reunión con todos los amigos ese fin de semana. El lugar de la reunión sería su casa, un chalecito a las afueras de la ciudad. Juan aceptó gustoso la invitación.
La semana se pasó volando y, para cuando Juan quiso darse cuenta, ya estaba conduciendo hacia la casa de su amigo. Apenas cuarenta y cinco minutos después de salir del garaje, Juan estaba tocando el claxon junto a la puerta de la casa de su amigo para hacer ver que ya estaba allí. Cristóbal salió a la puerta a recibirlo junto a su mujer y sus dos hijos pequeños. Tras los besos y abrazos pertinentes, lo invitaron a pasar dentro.
Debido al poco tráfico que se había encontrado por el camino, Juan había sido el primer invitado en llegar a la casa, por lo que María, la mujer de Cristóbal, invitó a los dos amigos a visitar la casa mientras ella sacaba al perro a pasear.
Ya que estaban en el salón, Cristóbal comenzó el tour por aquella misma habitación. Acto seguido pasaron a la cocina, una estancia que había sido reformada hacía poco más de cinco años para aumentar la luz y la amplitud de la misma después de tener al último de sus retoños.
Con una botella de cerveza recién sacada del frigorífico en la mano, los dos amigos comenzaron a subir las escaleras hacia la primera planta, donde se encontraban las habitaciones principales. Seguidos en todo momento por el mayor de los hijos de Cristóbal, Eduardo, de seis años, el dueño de la casa seguía mostrando a su invitado las diferentes estancias, al tiempo que indicaba aquellas reformas que habían sido realizadas con objeto de mejorar la calidad de vida según la familia iba creciendo.
Juan no perdía detalle de lo que su amigo le contaba mientras daba pequeños sorbos a su cerveza. Pero si él no perdía detalle, el pequeño clon de su amigo que los seguía a escasos metros, tampoco. Aquellas avellanas redondas se habían clavado en Juan desde el mismo momento en el que comenzaron a subir las escaleras. De vez en cuando Juan daba un sorbo a su botella y aprovechaba para mirar de reojo a aquel pequeño malandrín que, rápidamente, apartaba su mirada hacia el suelo, en busca de algún objeto imaginario.
Después de varios minutos entrando y saliendo de las diferentes habitaciones de la casa aquel trío de varones bajó de nuevo al salón. En ese preciso momento María entraba por la puerta con Jup, el perro de la familia, quien había encontrado una pequeña charca de barro donde, según el miembro más pequeño de la familia, había patinado y había caído panza arriba. Desafortunadamente para él, y para Cristóbal, ahora iba a tener que ser bañado si quería volver a ser un perro respetado en el barrio.
Mientras su amigo enchufaba al chucho con la manguera, y su mujer cambiaba de ropa al alevín de la familia quien, por algún motivo se había sentido emocionalmente atado al cánido después de su percance en el barro; Juan se sentó en el sofá del salón, no sin antes observar que Eduardo se había sentado sobre el apoyabrazos del otro extremo del sofá.
Aquel niño no dejaba de observarle. Y lo peor de todo es que no decía nada. Juan ya no sabía que hacer. En un intento de disimular y hacer aquella situación algo más llevadera había mirado al techo, al suelo, a las ventanas, incluso se había dado la vuelta y había aireado los cojines del sofá, pero aquello era insostenible. De pronto Eduardo dio un pequeño salto y posó sus dos pies en el suelo. Se acercó a Juan y se le puso enfrente. Le puso sus dos pequeñas manos en la cara y le preguntó -¿No has visto las goteras del pasillo? ¿Ni la grieta del techo en mi cuarto?
Juan, sorprendido, y todavía con las manos del pequeño presionando sobre sus mofletes respondió -¡Si!
El pequeño replicó -¿Y por qué no has dicho nada, si eres arquitecto?
Juan esbozó una sonrisa y, mientras quitaba dulcemente aquellas pequeñas garras de su cara contestó -Porque tu papá ya lo sabe.
La mayoría de nosotros sabemos perfectamente cuáles son nuestras debilidades, tal vez porque aquellos grandes observadores que nos rodean diariamente no dejan de repetirnos una y otra vez que somos unos holgazanes, unos desordenados, unos descuidados…, en un vano intento por encumbrarse como como “detectores humanos de fallos ajenos”.
El decir continuamente los fallos a los demás no aporta nada, salvo una posible queja en el otro y un ligero sentido de grandeza en nosotros. Pero si realmente queremos que nuestras palabras surtan un efecto positivo en la otra persona, si realmente queremos influir sobre los demás, tal vez debamos fomentar primero ciertas habilidades en nosotros mismos.
Aprender a decir las cosas es una cualidad que nos permitirá tener conversaciones sin que la otra persona se sienta ofendida, sin que ésta se esconda detrás de enormes escudos de energía que evitan que mis palabras penetren y surtan efecto. Si la otra persona no nos considera como un enemigo, si nuestras palabras no la ofenden sino que la animan a iniciar un nuevo camino, entonces comenzaremos a dominar el arte de la palabra.
El espejo mágico
viernes, 23 diciembre, 2011
María estaba cenando cuando escuchó un ruido en su habitación. Dejó sobre la mesa los cubiertos y la servilleta y se levantó de su silla. Con sigilo y cierta cautela se acercó a su habitación, desde donde seguían saliendo ruidos extraños. Al llegar a la puerta de su dormitorio se paró y se quedó escuchando durante unos segundos antes de empujar la puerta con su mano para abrirla.
Bajo la tenue luz de la noche María pudo ver cómo las cortinas se movían por el efecto del viento entrando por la ventana. En el suelo había una vasija rota y un marco de fotos. Al seguir buscando indicios de lo que había ocurrido observó una figura en la esquina opuesta a donde ella se encontraba. María dio un salto fuera de la habitación, y la silueta hizo lo mismo, como queriendo esconderse de ella.
María llevó su mano hacia el interruptor de la luz, giró el interruptor y saltó dentro de la habitación dando un rugido – más propio de bestias salvajes que de Licenciadas en Ciencias Económicas – con el ánimo de espantar al intruso que había optado por entrar en su casa. Para su sorpresa, el intruso se encaró con ella haciendo los mismos gestos, pero sin el griterío adicional, tal vez porque sus gritos enmudecieran a su adversario.
Al entreabrir sus ojos para ver qué estaba pasando realmente, María se encontró frente a ella con una mujer de pelos cardados, con una bata a cuadros, unas zapatillas de andar por casa a juego con la bata, calcetines de deporte caídos sobre los tobillos y un esquijama blanco con dibujos muy similares a uno que ella tenía guardado en su armario.
No tardó mucho en reconocer que aquella persona que se encontraba frente a ella no era otra cosa que su propio reflejo en el espejo de cuerpo entero que acababa de comprar aquella misma tarde en una tienda del centro. Recogió del suelo la vasija rota y el marco de fotos, dejándolos de nuevo sobre la cómoda. Cerró la ventana y se giró hacia el espejo. Se miró de arriba a abajo. Al ver las pintas que llevaba no pudo más que reírse de ella misma. Su reflejo también se rió. Ambas se quedaron una frente a la otra durante un buen rato mientras la casa se llenaba de carcajadas.
Las personas son como espejos: reflejan nuestros comportamientos. Si nos acercamos a una persona con una sonrisa en la cara, es muy probable que nos deleite con otra sonrisa. Si mantenemos una conversación afable y donde se respetan las opiniones de nuestro interlocutor, es posible que recibamos el mismo respeto y afabilidad como recompensa. Sin embargo, si nuestro comportamiento es agresivo y nos acercamos a alguien agitando los brazos, lo más probable es que la otra persona también responda con algún aspaviento.
Si tenemos presente que nuestras actitudes pueden reflejarse en la otra persona, entonces seremos capaces de modificar nuestros comportamientos negativos cuando los detectemos en la otra persona. De igual manera podremos ser capaces de cambiar la actitud negativa de la otra persona si nosotros mantenemos una actitud positiva y dialogante. De ahí el dicho “dos no discuten si uno no quiere”. No sólo no discuten, sino que uno de ellos puede llevar al otro a tener un comportamiento más positivo y alegre.
Muros de piedra
jueves, 24 noviembre, 2011
Ricardo llevaba años trabajando como constructor. Su especialidad eran los muros. Había construido muros de todos los tamaños, desde los más pequeños que separaban fincas colindantes, hasta los más grandes que podían contener millones de litros de agua de lluvia almacenada en un embalse. Tal era su especialización y pasión por levantar muros que en su propio jardín había alzado más de uno.
La primera vez que levantó un muro en su jardín se preguntó “¿Qué tiene de raro que levante un pequeño muro para que no entren en mi propiedad los animales?” Su respuesta fue «Nada«. Y construyó el muro. Con el aumento de la inseguridad ciudadana se volvió a preguntar “¿Qué hay de malo si levanto otro muro para protegerme de los saboteadores?” La respuesta volvió a ser «Nada«. Así que levantó otro muro.
Con el paso del tiempo, lo que empezó como algo normal y razonable se convirtió en casi una obsesión inconsciente. Su jardín había dejado de tener árboles y flores para tener cantos por todas partes. Los muros que se erigían en aquel jardín eran de todos los tamaños y formas. La entrada a su casa ya no era una entrada de simple acceso, sino que parecía más un laberinto difícilmente franqueable.
Un día estaba mirando su obra desde la ventana de su habitación cuando en la entrada de su casa se paró una mujer. Ricardo la contempló absorto. Aquella mujer no paraba de ir de un lado a otro del muro. Parecía que estuviera contando los metros que tenía la primera pared de piedra. No dejaba de tocar las piedras, como si quisiera saber de qué tipo eran. La curiosidad y belleza de aquella mujer llamó la atención de Ricardo, quien rápidamente bajó a la calle para conocerla personalmente.
Al llegar al jardín se encontró con un gran muro que impedía su paso hacia la entrada donde se encontraba la mujer. Corrió hacia un lado para buscar una salida, pero no la encontró. Se apresuró hacia el otro lado en busca de alguna abertura en el muro que le permitiera salir de aquella prisión que él mismo se había creado en vida, pero nada. Aquellos muros eran infranqueables, por algo los había levantado el mejor constructor de muros del mundo.
En ocasiones las personas construimos muros para protegernos de las amenazas que nos llegan del exterior. Queremos estar a salvo de aquello que ya nos ha hecho daño en el pasado, o que nos han dicho que nos puede hacer daño en un futuro cercano si no tenemos cuidado con ello. Así nos podemos proteger de amigos, familiares, relaciones íntimas o de trabajo, o cualquier otra relación que pueda hacernos sufrir.
Aunque nos protejamos, siempre nos queda la esperanza de encontrar a alguien diferente a la norma que ha hecho que levantemos esos enormes muros. Una persona que con sólo mirarla haga que se tambaleen los cimientos de nuestra obra civil. Y nada más lejos de la realidad.
Los muros que nosotros hemos creado para protegernos no podrán ser derrumbados a menos que nosotros los comencemos a derruir. Y no es sencillo destruir esas obras de ingeniería que tantos años nos ha costado crear, por lo que debemos empezar ahora, poco a poco, a derribarlos. De esta forma, el día que aparezca la persona con la que queramos compartir nuestra vida, no nos quedaremos atrapados dentro de esa prisión a medida que nos hemos construido y podremos seguir con nuestra vida adelante sin perder más oportunidades.
El jardín privado
martes, 11 octubre, 2011
Allí estábamos todas las personas que habíamos intervenido de una u otra forma en la reforma de aquella casa, desde el arquitecto, pasando por el jefe de obra, hasta el jardinero que había podado los árboles y plantado las gardenias frente al ventanal del salón. Todos mirábamos con orgullo aquel trabajo que nos había llevado algo más de tres meses, tiempo durante el cual habíamos sufrido las inclemencias del tiempo, los retrasos en la entrega de los materiales y todas aquellas penurias que suelen ocurrir cuando alguien lleva a cabo una empresa de estas dimensiones. Pero por fin había llegado el momento de disfrutar de la casa, así que me despedí de todas y cada una de aquellas personas con las que había compartido más de un bocadillo y una botella de vino y cerré la puerta tras de ellos.
Aunque las personas que pasaban por delante de la casa no llegaban a percibir los cambios que se habían llevado a cabo durante los últimos meses, sí es cierto que notaban algo diferente. Algunas personas comentaban al pasar que sería por los tonos otoñales de los árboles del jardín; otros que podría ser la luz de noviembre sobre la casa; y los que pasaban por allí todos los días aseguraban que era la ausencia de personas y camiones entrando y saliendo de la propiedad. Ninguno sabía con certeza qué había pasado, pero todos coincidían en que algo había cambiado.
Los más curiosos del lugar comenzaron a llamar a la puerta para preguntar cómo me iban las cosas y, ya que estaban por ahí, qué es lo que había hecho en la casa durante los últimos meses. A algunas de aquellas personas les contaba por encima las últimas reformas desde la puerta principal señalando con el dedo dónde habíamos hecho qué; a otras las dejaba entrar y las acompañaba por el jardín enseñándolas con detalle las últimas adquisiciones ornamentales; y a unas pocas las invitaba a entrar dentro de la casa para enseñarlas cómo había quedado todo por dentro.
Las personas no somos muy diferentes cuando se trata de mostrarnos a los demás y, al igual que en el caso anterior, hacemos un filtrado con las personas que se acercan a nosotros. De esta forma, no actuamos igual cuando se nos acerca una persona que no conocemos de nada en un bar que cuando lo hace alguien a quien conocemos desde nuestra más tierna infancia.
También es diferente cómo actuamos cuando somos adolescentes a cómo lo hacemos cuando nos acercamos a la cuarentena y seguimos solteros. El tipo de relación en el primer caso es más del tipo “¡entra en mi casa, quiero enseñarte todo lo que tengo!”; mientras que en el segundo puede ser algo más precavida y donde lo único que quiero es dar un paseo con la otra persona por el jardín pero sin que llegue a entrar en mi casa, sin que llegue a conocerme. Tal vez esta reacción sea algo lógico en personas decepcionadas con el amor, pero el caso es que, lo queramos o no, existe en nuestra sociedad.
La pregunta ahora puede ser “Y entonces ¿cómo debemos ser?”. Cada persona actúa de una forma en función del momento. Así unas veces dejaremos entrar a ciertas personas a nuestra casa y, otras, la cerraremos a cal y canto para que no entre nadie. Las diferentes formas de actuar no son ni buenas ni malas, sino formas de actuar. Lo que habría que tener en cuenta es si este comportamiento nos permite alcanzar nuestro objetivo y, tal vez, deberíamos preguntarnos “¿Cómo debería actuar si mi fin último es conseguir la felicidad?”
¿Cuánto puedo cambiar?
jueves, 11 marzo, 2010
Si preguntas a tus amigos si una persona puede cambiar de forma de ser es posible que la gran mayoría te responda de forma automática con un rotundo «¡no!«. Sin embargo, si preguntas si una persona puede cambiar sus comportamientos puede que tarden unos segundos y respondan con un «tal vez«. Efectivamente, las personas pueden modificar sus comportamientos de forma consciente o inconsciente, y por ende, su forma de ser. Dicho esto ¿cuánto puede cambiar una persona en un plazo de tiempo determinado?
Comencemos diciendo que se entiende como cambio del comportamiento de una persona la adquisición de una nueva manera de actuar o proceder que tiene permanencia en el tiempo, excluyendo así cualquier actuación puntual que, mediante amenazas, se haya ejercido sobre la persona para obligarla a obrar en un sentido contrario al de sus principios básicos.
Dicho esto realicemos ahora un pequeño ejercicio para comprender mejor cuánto puede cambiar una persona. Escoge a un compañero o amiga que se encuentre a tu alrededor. Ponte frente a ella y observa durante un par de minutos a dicha persona, la ropa que lleva, los accesorios, el pelo. Ahora daros la vuelta y cambiad cinco cosas de vuestra persona sin que el otro os vea. Cuando hayáis acabado giraros para volver a estar el uno frente al otro. Observa de nuevo a la otra persona e identifica las cinco cosas que ha cambiado en ella.
Si no tienes a nadie a tu alrededor mientras lees este artículo también puedes hacer este ejercicio. Lo único que tienes que hacer es cambiar cinco cosas en ti o también puedes hacerlo frente a un espejo donde puedas observar tu cuerpo entero.
Para rizar un poco más el rizo daros la vuelta de nuevo. Cambiad ahora otras cinco cosas. Si estas solo no hace falta que te des la vuelta, directamente cambia esas cinco cosas. Cuando hayáis acabado volved a poneros el uno frente al otro e intentad identificar las cinco cosas que la otra persona ha cambiado en esta ocasión.
Llegados a este punto sólo me resta dar mi más sincera enhorabuena a aquellas personas que hayan identificado las diez cosas que ha modificado la persona que tenían frente a sí, concluyendo así este simple ejercicio.
Como habréis podido observar las personas tenemos cierta facilidad a la hora de cambiar algunas cosas. A muy pocas personas les habrá costado esfuerzo cambiar las cinco primeras cosas por muy atónitos que se hayan quedado al escuchar la petición. Algunos se habrán cambiado el reloj de muñeca, o se habrán quitado la sortija del dedo y se la habrán guardado en un bolsillo, o se habrán descalzado, o incluso se habrán podido hacer una hermosa coleta utilizando el pañuelo que llevaban puesto. Estas modificaciones que hemos realizado en nuestra persona son cambios superficiales que apenas han supuesto una distorsión sobre nuestra identidad.
Este tipo de cambios existen en nuestra vida diaria sin que apenas nos demos cuenta de ellos. Es posible que sean tan insignificantes como tomar una cucharada de azúcar con el café en vez de dos, sustituir el propio café por un té o una infusión, cambiar la leche normal por la desnatada o incluso la de soja, etc. Son cambios que realizamos sin apenas esfuerzo y que sin modificar drásticamente nuestra forma de ser ni nuestra identidad nos permiten llevar una vida más sana o más equilibrada, por ejemplo.
Ahora bien, al proponer cambiar cinco cosas más, es posible que algunas personas hayan puesto el grito en el cielo: ¡imposible!; o se hayan indignado: ¡pero qué quiere que cambie ahora!; o incluso sorprendido: ¿más cosas? Aún así se han puesto manos a la obra, se han estrujado un poco más el cerebro y, al final, han conseguido cambiar cinco cosas más: la corbata en la cabeza a modo Rambo; los pantalones subidos hasta las rodillas como si estuviera paseando por la playa; la chaqueta del revés; el collar en la muñeca o el pelo recogido en un moño pinchado con dos lápices.
De igual manera este tipo de cambios también se dan en nuestra vida cotidiana. El hecho de dejar de fumar, o de no ingerir cierto tipo de grasas, o carne roja, pueden ser un buen ejemplo de ello. Estos cambios suponen un esfuerzo inicial hasta que logramos convertirlos en hábitos, pero sabemos que si lo conseguimos reduciremos nuestro colesterol, la probabilidad de padecer un infarto de miocardio o incluso una insufrible gota en el pie. La formación de nuevos hábitos suele llevar entre 22 y 33 días según los expertos.
Todo esto está muy bien, pero lo realmente curioso e interesante de todo el proceso de cambio está en dos momentos concretos. El primero de ellos al comenzar el ejercicio. ¿Has llegado a comenzar el ejercicio? Es muy probable que la mayoría de las personas que han leído estos párrafos ni siquiera lo hayan intentado. Estas personas habrán leído lo que decían los diferentes párrafos del ejercicio y, sabiendo lo que tenían que hacer, no habrán hecho nada. A lo sumo habrán realizado el ejercicio mentalmente, pensando para sus adentros: «me cambiaría el reloj, me quitaría los zapatos o me pondría un collar«, pero no han pasado a la acción.
No es la primera vez que me encuentro con personas que me dicen: «yo ya sé cuáles son mis objetivos» o «yo ya sé lo que tengo que cambiar» pero luego no hacen nada, no lo llevan a la práctica y se quedan como al principio. Estas personas no están disponibles para cambiar, no pueden comenzar un proceso de coaching porque tienen otras cosas en su cabeza, o tal vez tengan ciertos miedos irracionales que les impiden moverse de donde están, o están muy cómodos donde ahora se encuentran, o su forma de ser les aporta ciertos beneficios a los que no están dispuestos a rechazar.
El segundo momento de interés ha sido al finalizar el ejercicio. ¿Has vuelto a poner las cosas que habías cambiado en su sitio original? Si es así ¿quién te ha dicho que lo hagas? ¡porque yo no! Este comportamiento tan sólo nos demuestra que aunque nadie te diga nada, las personas tendemos a volver al lugar donde nos encontramos a gusto, en el que nos sentimos cómodos. Puede que algunas personas se hayan vuelto a poner el reloj en la muñeca, el anillo en el dedo y el pañuelo alrededor del cuello de forma casi inconsciente.
Estas personas se sienten cómodas en ese estado, por lo que vuelven a ese punto como un muelle retorna a su posición inicial. Por el contrario, otras personas habrán devuelto a su posición inicial sólo parte de las cosas que se habían cambiado de lugar, pero no todas. Esto nos demuestra que las personas podemos cambiar, pero tanto y tan deprisa como nos permita nuestra incomodidad. De hecho, el coach busca sacar a las personas de su círculo de comodidad para que puedan ampliarlo y así mejorar y desarrollarse, ampliando su punto de vista y desarrollando su creatividad para obtener más opciones y alternativas a un mismo problema.
Valores enfrentados
viernes, 11 diciembre, 2009
No es raro escuchar en la radio, ver en la televisión o leer en los periódicos alguna noticia relacionada con altercados entre jóvenes y la policía, alumnos y profesores, e incluso entre hijos y padres. La juventud actual, esos jóvenes que dentro de pocos años serán las personas que lideren nuestras empresas y nuestras vidas parecen estar desquiciados. Pero ¿están desquiciados o perdidos?
¿Es normal que se tengan que implantar leyes que den autoridad a los profesores para protegerse de los alumnos e incluso de los padres de estos? Es posible que hayamos pasado de un estado autoritario donde el profesor hacía aprender la lección a sus alumnos con sangre, a unas aulas tan democráticas que el alumno está al mismo nivel que el maestro y donde prevalece la anarquía del alumnado.
¿Es normal que unos jóvenes de clase media asalten una comisaría de policía? Hace unas décadas puede que fuese un comportamiento para reivindicar un estado opresivo de una dictadura que soportaban pero ¿y hoy en día?
¿Qué es lo que nos quieren decir los jóvenes con estos comportamientos? ¿Qué es lo que no estamos escuchando mientras los jóvenes nos lo piden a gritos? ¿Qué nos hemos dejado por el camino que nos puede ayudar a recuperar el equilibrio sin implantar más leyes? ¿Qué estamos ignorando los adultos?
Tal vez seamos los adultos, los actuales líderes de esta sociedad, los responsables de la muerte de los cuentos, y con ellos de la destrucción de los valores fundamentales de nuestra sociedad y de nuestra juventud.
¿Dónde hemos dejado la libertad que tantos años les costó recuperar a nuestros padres y abuelos? ¿Y el respeto a nuestro compañero o vecino? ¿Y el esfuerzo como medio para conseguir nuestro objetivo?
La buena noticia es que podemos elegir recuperarlos e incluirlos de nuevo en nuestras vidas y, como responsables de nuestros hijos, inculcárselos con el ejemplo para que ellos, posiblemente perdidos, vuelvan a encontrar su propio camino y su identidad.
Niños, clones del comportamiento
lunes, 17 agosto, 2009
La genética puede hacer que nuestros retoños tengan cierto parecido físico con alguno de sus progenitores en función de cómo la naturaleza aplique las leyes de Mendell (color de los ojos, del pelo, la piel…). Sin embargo, el comportamiento de un niño parece venir determinado fundamentalmente por lo que aprenda de su entorno.
Estos personajillos que apenas levantan medio metro del suelo son auténticos clones del comportamiento de las personas que tienen a su alrededor. Su capacidad de observación les hace no perder detalle de lo que pasa en su entorno y, lo que para nosotros puede ser un detalle insignificante, o un comentario sin importancia, puede tener una gran repercusión y efecto sobre ellos.
Las personas que tienen a su alrededor son la fuente de inspiración de estos duendecillos, siendo los padres y los familiares más cercanos las personas que más influencia tienen sobre sus comportamientos iniciales. Serán estas personas, y en especial los padres, quienes durante la infancia les irán enseñando cómo deben comportarse en cada lugar, con las personas que les rodean -desde abuelos a amiguitos del parque- al tiempo que les inculcan sus creencias y valores, permitiendo así que se vaya formando la identidad del pequeño tal y como demuestra la publicidad de una de las campañas de la NAPCAN.
Si bien no soy nadie para decir cómo tienen que educar los padres a sus hijos, la experiencia adquirida en mi trabajo con personas que quieren cambiar sus hábitos para conseguir algún objetivo en su vida, me permite afirmar que los comportamientos de las personas se pueden cambiar, y que la ausencia de ciertas creencias y limitaciones en los niños permite a sus padres obtener resultados asombrosos en muy pocos minutos. Nadie desmiente que educar a un hijo sea tarea sencilla, sin embargo es posible cambiar esos comportamientos «inadecuados» de nuestros hijos en lugares determinados.
Un pequeño ejercicio de observación para llevar a cabo en esta época estival mientras disfrutamos de los «bermuts«, la playa, el ocio y el tiempo libre y el cual nos permitirá saber cuáles son nuestros comportamientos más comunes en la mesa, a la hora de tratar con la gente, y en general con todo aquello que nos rodea, es el de observar a nuestra prole durante unos minutos e identificar los comportamientos que nos llamen la atención para el lugar donde nos encontramos y la gente con la que estamos. Luego debemos identificar de quién ha adquirido dichos comportamientos, seguro que no anda muy lejos el truhán.
Problemas de pareja
miércoles, 22 julio, 2009
Los problemas de pareja son algo bastante corriente en las relaciones humanas. Si uno vive en pareja existe una alta probabilidad de que en algún momento de la relación se genere algún conflicto, ya sea por dejar las cosas tiradas sobre el sofá, por no hacer la comida, por no limpiar la casa, por no sacar el perro a pasear o por no bañar y acostar a los niños después de un duro día de trabajo. La pregunta es ¿se pueden evitar algunos de estos problemas que generan tensión y malestar en la pareja?
Si, es posible minimizar el número de disputas en la relación de pareja, siempre y cuando exista amor y la convivencia en pareja se entienda como un compartir las tareas y no como una lucha de poderes en la que un miembro de la pareja debe imponerse al otro. ¿Qué puedo hacer para mejorar mi relación de pareja?
Una de las cosas que se puede hacer es modificar aquellos comportamientos que generen tensión en la pareja. Por ejemplo, dejar la ropa tirada por el salón, la cocina y la habitación es uno de esos comportamientos que puede generar tensión y, sin embargo, es fácilmente modificable. El modificar este comportamiento implica que nuestra relación de pareja mejorará en el corto plazo y que a largo plazo adquiriré una nueva habilidad que modificará mi identidad a mejor. ¿Qué me impide modificar este comportamiento para mejorar mi relación de pareja?
Por norma general esto es debido a las creencias que tenemos y que hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestra vida. Las creencias no son más que afirmaciones sobre nuestra interpretación del mundo y sobre nuestra persona. Si yo creo que la persona que está conmigo debe cuidarme y servirme, entonces es muy probable que no ayude en las tareas domésticas. Sin embargo, si yo creo que convivo con una persona para compartir la vida, entonces será mucho más sencillo modificar aquellos comportamientos que me ayudarán a mejorar la relación. Por tanto, al cambiar una creencia, también cambiará buena parte de nuestro comportamiento. ¿Cómo puedo identificar mis creencias?
Para conocer las creencias que guían tus conductas puedes preguntarte ¿por qué haces esto? ¿Qué pasaría si no lo hicieras? O bien puedes buscar la ayuda de un coach que te ayude a identificar aquellas creencias que limitan tu desarrollo para la consecución de un objetivo.