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El macho castrado
sábado, 27 enero, 2018
Ted era un travieso cachorro de apenas cinco meses. Su pasión en esta vida era comer y hacer diabluras aquí y allá. Un minuto podía estar comiéndose la comida de sus compañeros y al siguiente destruyendo unas zapatillas en la habitación, o se comiéndose una revista sobre el sofá del salón, o sacando los Kleenex de su caja y dejándolos esparcidos en mil pedazos por la habitación. Igual de travieso era cuando salía a la calle. En cuanto ponía un pie en la acera comenzaba a correr como si la calle no tuviera fin. Eso sí, cuando olía un chicle de menta pegado a la acera, paraba en seco y hacía lo imposible por llevárselo a la boca y mascarlo hasta que su dueña se lo sacara de la boca.
Aun siendo un trasto, todo el mundo lo adoraba. Por la calle lo paraban cada diez metros para acariciarlo, tocarlo o incluso sacarse una foto con él. Era el típico cachorro de cara simpática que te gustaría estrujar durante horas. Tan era así que, todas las noches, después de cenar, se subía sobre las piernas de su dueña, a modo de pequeña manta térmica, para ver la serie televisiva que estuviera viendo, aunque no entendiera nada.
Ted era también un pequeño macho alfa en potencia. No dejaba que nadie jugara con sus juguetes y, cuando alguien lo hacía, se tiraba a por ellos para clavarles el diente; lo cual le hizo ganarse algún que otro manotazo por parte de su dueña y algún que otro gruñido por parte de sus compañeros de piso que estaban jugando o descansando tranquilamente. De hecho, cuando jugaba con otros perros adultos, les podía hincar el colmillo si no le gustaba lo que estaban haciendo.
Estos hechos hicieron que su dueña viera un potencial riesgo en aquel cachorro. ¿Qué pasaría si atacara a uno de sus compañeros de casa? ¿Qué pasaría si atacaba a otro perro en la calle y le causaba heridas? ¿Qué pasaría si las heridas fueran graves? ¿Tendría que sacar un seguro adicional para el perro? Todas estas preguntas generaron ciertos miedos que comenzaron a aferrarse en la mente de su dueña, quien fue a hablar con su veterinario para analizar la posibilidad de operar al cachorro lo antes posible.
Los meses pasaron y, el que era un cachorro, se fue convirtiendo en un pequeño adolescente cada vez mejor educado, cada vez menos trasto, cada vez más inteligente. Sin embargo, la dueña del animal había tomado su decisión hacía tiempo, lo iba a operar para evitar cualquier problema en el futuro y así lo pudiera manejar más fácilmente.
Y llegó el día clave. Aquella mañana su dueña sacó a Ted a dar un paseo, un paseo que lo llevó a la puerta del veterinario. Ted no tenía muy claro por qué lo llevaban allí, ya que no se encontraba mal y tenía todas las vacunas al día. Al entrar en la consulta lo subieron en una camilla y le dieron una pastilla, una pastilla que lo empezó a adormecer.
No sabía cuánto tiempo se había quedado dormido, ni dónde estaba, lo único que sabía es que su dueña estaba junto a él, acariciándolo, sonriendo al ver que se había despertado. También tenía una cierta molestia entre las piernas, pero no tenía muy claro a qué se debía. Una vez se recuperó un poco más y pudo tenerse sobre sus piernas, su dueña le puso la correa y se lo llevó a casa de nuevo.
Los días pasaron, y aquella molestia que tenía entre las piernas se le fue pasando. No sólo se le pasó esa molestia, sino que ya no sentía la necesidad de correr por todo el pasillo como si fuera una pista de despegue, ni de quitar los juguetes a sus compañeros, ni de divertirse con ellos saltando y dando brincos de una butaca a la otra. Algo había cambiado. No sabía qué, pero no era el mismo.
Por su parte, la dueña de Ted también notaba la diferencia. De ser un perro travieso difícil de manejar, se había convertido en un perro del montón, un perro muy tranquilo que a todo decía que sí. Parecía como si le quisiera complacer en todo aquello que le propusiera. Sin embargo, y aunque estaba contenta por poder manejar al cachorro, tampoco lo estaba del todo, ya que éste había perdido su fuerza, había perdido ese nervio que a ella le gustaba, ese nervio travieso y cabezón que le retaba a ella a hacer las cosas de otra forma. Ya no se podía divertir con las travesuras del pequeño, ahora era uno más. Y eso, en el fondo, no le gustaba.
El hombre castrado (simbólicamente) ha perdido su masculinidad, se ha convertido en una persona impotente frente a la mujer con la que comparte su vida porque, entre otras cosas, la considera una persona vengativa o irascible, teniendo que ceder a todas las demandas y caprichos que ésta tenga. De esta manera la mujer le pierde el respeto, abusa de él y lo somete como quien somete a un perro.
Estas mujeres que someten al hombre tienen las mismas necesidades afectivas ahora que cuando eran pequeñas, y siguen teniendo sus sueños y sus objetivos en esta vida. Sin embargo, la diferencia está en que se han creado un armazón para evitar los ataques de los hombres y las otras mujeres.
Y es este miedo a ser atacada, a ser manipulada por el otro, lo que hace que estas mujeres se defiendan, castrando al hombre en previsión de lo que podría pasar, castrándolo para poder dominarlo, para que no les haga daño, un daño que, en algunas ocasiones, es del todo irreal.
Si el hombre detecta esta castración, es importante tomar cartas en el asunto, pero no se trata de discutir con nuestra pareja ni de recuperar el pene (el poder) arrebatándoselo al otro, sino de volver a tener nuestra singularidad, una singularidad que nos diferencia de los otros. Tal vez sea hora de recuperar la libertad para poder decir que NO, y comenzar a hacer aquellas cosas que consideramos que son correctas.
Es posible que al principio no tengamos las fuerzas ni las herramientas para comenzar a recuperar esa virilidad perdida, por lo que siempre podemos acudir a un profesional que nos pueda orientar y ayudar con nuevas herramientas que podamos utilizar para recuperar nuestra vida y compartirla con las personas que amamos de una forma equilibrada y madura.