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Muros de piedra
jueves, 24 noviembre, 2011
Ricardo llevaba años trabajando como constructor. Su especialidad eran los muros. Había construido muros de todos los tamaños, desde los más pequeños que separaban fincas colindantes, hasta los más grandes que podían contener millones de litros de agua de lluvia almacenada en un embalse. Tal era su especialización y pasión por levantar muros que en su propio jardín había alzado más de uno.
La primera vez que levantó un muro en su jardín se preguntó “¿Qué tiene de raro que levante un pequeño muro para que no entren en mi propiedad los animales?” Su respuesta fue «Nada«. Y construyó el muro. Con el aumento de la inseguridad ciudadana se volvió a preguntar “¿Qué hay de malo si levanto otro muro para protegerme de los saboteadores?” La respuesta volvió a ser «Nada«. Así que levantó otro muro.
Con el paso del tiempo, lo que empezó como algo normal y razonable se convirtió en casi una obsesión inconsciente. Su jardín había dejado de tener árboles y flores para tener cantos por todas partes. Los muros que se erigían en aquel jardín eran de todos los tamaños y formas. La entrada a su casa ya no era una entrada de simple acceso, sino que parecía más un laberinto difícilmente franqueable.
Un día estaba mirando su obra desde la ventana de su habitación cuando en la entrada de su casa se paró una mujer. Ricardo la contempló absorto. Aquella mujer no paraba de ir de un lado a otro del muro. Parecía que estuviera contando los metros que tenía la primera pared de piedra. No dejaba de tocar las piedras, como si quisiera saber de qué tipo eran. La curiosidad y belleza de aquella mujer llamó la atención de Ricardo, quien rápidamente bajó a la calle para conocerla personalmente.
Al llegar al jardín se encontró con un gran muro que impedía su paso hacia la entrada donde se encontraba la mujer. Corrió hacia un lado para buscar una salida, pero no la encontró. Se apresuró hacia el otro lado en busca de alguna abertura en el muro que le permitiera salir de aquella prisión que él mismo se había creado en vida, pero nada. Aquellos muros eran infranqueables, por algo los había levantado el mejor constructor de muros del mundo.
En ocasiones las personas construimos muros para protegernos de las amenazas que nos llegan del exterior. Queremos estar a salvo de aquello que ya nos ha hecho daño en el pasado, o que nos han dicho que nos puede hacer daño en un futuro cercano si no tenemos cuidado con ello. Así nos podemos proteger de amigos, familiares, relaciones íntimas o de trabajo, o cualquier otra relación que pueda hacernos sufrir.
Aunque nos protejamos, siempre nos queda la esperanza de encontrar a alguien diferente a la norma que ha hecho que levantemos esos enormes muros. Una persona que con sólo mirarla haga que se tambaleen los cimientos de nuestra obra civil. Y nada más lejos de la realidad.
Los muros que nosotros hemos creado para protegernos no podrán ser derrumbados a menos que nosotros los comencemos a derruir. Y no es sencillo destruir esas obras de ingeniería que tantos años nos ha costado crear, por lo que debemos empezar ahora, poco a poco, a derribarlos. De esta forma, el día que aparezca la persona con la que queramos compartir nuestra vida, no nos quedaremos atrapados dentro de esa prisión a medida que nos hemos construido y podremos seguir con nuestra vida adelante sin perder más oportunidades.
El tiovivo
lunes, 31 octubre, 2011
Mario estaba entusiasmado de estar allí. El entorno que le rodeaba era totalmente nuevo para él, desde los personajes que por allí se movían con toda soltura hasta los olores que se mezclaban en el aire y que llegaban a su pequeña nariz.
Todo a su alrededor se movía a una velocidad endemoniada, y aquel ruido, mezcla de los cánticos asíncronos de aquellas figuras lúgubres que saltaban delante de ti para llamar tu atención y la música de las diferentes atracciones, hacía que en su foro interno naciera ese deseo de salir corriendo de aquel lugar.
Sin embargo, su curiosidad por lo nuevo era mayor que el miedo que lo paralizaba, el cual sólo se podía observar si uno prestaba atención a su pequeña mano derecha. Era entonces cuando uno percibía el temor que tenía aquel diablillo a través de la arruga que su mano dejaba en el pantalón de su padre. Pero tal vez fueran sus ganas de merodear por allí, y la enorme bola de algodón rosa que sujetaba con su otra mano y de vez en cuando se acercaba a la boca, lo que evitaba que saliera escopetado de aquel lugar infernal.
De pronto soltó la mano del pantalón de su padre. Se paró. Abrió la boca. Mordió aquella enorme bola de algodón rosa. Y mientras tragaba atropelladamente lo que se había metido a la boca apuntaba con su diminuto dedo índice hacia aquellos caballos que daban vueltas y vueltas mientras subían y bajaban.
Su padre lo subió a uno de aquellos equinos inertes. Le quitó la bola de algodón de su mano e hizo que sujetara aquella barra dorada con ambas manos. Sonaron las campanillas y la atracción dio comienzo.
El caballo de Mario, al igual que el del resto de niños que habían subido al tiovivo, comenzó a subir y bajar al tiempo que se movía con el resto de la manada en un círculo perfecto. Al finalizar la primera vuelta Mario pudo ver cómo su padre le saludaba con una mano mientras con la otra sujetaba su bola de algodón. Se lo estaba pasando genial y no quería bajarse de allí.
Al concluir la segunda vuelta su padre le sonrió y se llevó un bocado de su bola de algodón. Él se lo seguía pasando muy bien subiendo y bajando, persiguiendo a sus compañeros.
En el tercer giro su padre ya no estaba donde se suponía que debía estar. Había desaparecido. Mario giró la cabeza y vio que se encontraba en el puesto de salchichas comprando un perrito caliente. Ya no se lo estaba pasando tan bien. Además de no conseguir alcanzar a los caballos que tenía delante su padre estaba haciendo su vida, se había olvidado de él.
El resto de vueltas hasta el final fueron casi un suplicio para el pobre Mario, quien quería salir de allí pero no sabía cómo. Cada vuelta que pasaba su enfado era mayor y mayor. Aquella atracción ya no tenía nada de divertida. ¿Y por qué? Puede que fuera porque las personas que no habían subido seguían haciendo su vida, como si nada hubiera pasado. Puede que se sintiera solo al ver a otros niños acompañados de sus padres. O puede que fuera porque algunos padres no se habían movido de su sitio mientras sus vástagos daban vueltas y vueltas en aquella atracción sin fin. La cuestión es que a él no le gustaba porque no podía hacer nada, sólo dar vueltas y vueltas sobre el mismo eje, sin conseguir alcanzar a los que tenía delante y mientras veía que el mundo a su alrededor seguía avanzando en línea recta y no en círculos.
En ocasiones las personas entramos en un bucle que no nos permite avanzar en línea recta, que nos agota física y mentalmente. Un bucle del que difícilmente sabemos cómo salir porque ni siquiera sabemos que hemos entrado en él. El coach nos puede ayudar a darnos cuenta de que hay momentos en los que entramos en ese tiovivo que no nos permite llegar a ningún lugar y que lo único que hace es que nos perdamos la vida que sigue a nuestro alrededor.
Una vez somos conscientes de que entramos en ese bucle debemos comenzar a romperlo para así comenzar a crear un pensamiento rectilíneo que nos permita alcanzar nuestros objetivos en un tiempo determinado, y no como hasta ahora, donde no había objetivo, sino un pensamiento cíclico que me hacía llegar una y otra vez al mismo sitio sin solucionar nada.