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A vida o muerte
sábado, 24 marzo, 2018
Marlon era un joven que trabajaba en una empresa de tamaño medio haciendo labores administrativas. Su trabajo no era el más estresante del mundo, pero sí lo tenía todo el día subiendo y bajando escaleras, por lo que paraba poco delante de su ordenador.
Además de tener una vida activa dentro de la oficina, Marlon también se ejercitaba diariamente en el gimnasio y salía al campo a pasear a sus perros junto con su pareja, con la que estaba a punto de casarse dentro de unos meses.
Como todos los años por esa época, la empresa ofrecía una revisión médica a todos sus empleados para que estos conocieran de primera mano su estado físico, si les había subido el colesterol, si tenían alto el ácido úrico o si el tipo de actividad que estaban realizando para la empresa estaba dañando su vista, oídos o pulmones.
Marlon, como en otras ocasiones, se presentó a primera hora de la mañana para que le sacaran sangre, le tomaran la tensión, le revisaran la vista, los oídos, los pulmones, y le golpearan aquí y allá en un intento por comprobar que sus órganos internos estaban bien.
Pasaron un par de semanas antes de que Marlon recibiera la carta donde le informaban de los resultados de aquellas pruebas realizadas por la empresa. Justo en el momento que se disponía a abrir el sobre, sonó el teléfono. Marlon descolgó y preguntó quién estaba al otro lado del aparato. Era el médico de la empresa, quien le comentó que debían verse lo antes posible para tratar un asunto que había aparecido en sus resultados médicos. Quedaron en una hora, el tiempo justo para que se pudiera cambiar de atuendo y llegar a la consulta.
El médico lo había dejado preocupado, por lo que, según colgó el aparato, abrió el sobre para ver si los resultados que tenía en su mano le podían dar algo de luz. Números, porcentajes y nombres raros era todo lo que era capaz de ver, pero en ningún lugar ponía nada raro, nada que le pudiera preocupar. Los análisis eran, en principio, similares a los anteriores. Así que se preparó y salió para la consulta del médico.
Al llegar a la consulta no tuvo que esperar demasiado, ya que el médico que iba a atenderlo estaba despidiendo a su último paciente; por lo que sin perder un segundo invitó a Marlon a pasar dentro de su despacho y, una vez dentro los dos, cerró la puerta tras de sí y tomó asiento en su silla ergonómica.
Aquel doctor no se anduvo con muchos rodeos. Según se sentó en su silla le miró fijamente a los ojos, suspiró y le dijo: “Marlon, te mueres”.
¡Menudo jarro de agua fría! Marlon no daba crédito a lo que acababa de escuchar ¿Qué se moría? ¿Cómo era eso posible? ¿No habría algún error?
Ante la cara de incredulidad de Marlon, y antes de que éste hiciera ninguna pregunta, el médico comentó: “Marlon, te mueres, pero podemos hacer algo para evitarlo. Está en tus manos.”
¿Qué estaba en sus manos? ¿Cómo algo que no podía ver estaba en sus manos? ¡Estaría en su hígado, o en sus intestinos, o en cualquier otro sitio menos en sus manos! – pensó Marlon.
El médico insistió: “Marlon, te podemos salvar, pero para ello debes cambiar ciertas cosas en tu vida; debes someterte a un tratamiento y comenzar una terapia que no va a ser sencilla, pero te puede salvar, dándote una segunda oportunidad para tener una vida más plena. ¡Piénsalo!”
Marlon no terció palabra alguna mientras estuvo en la consulta del médico. No daba crédito a lo que le había dicho. Era imposible que él estuviera enfermo. Él, una persona que se cuidaba. ¡Imposible!
Al llegar a casa Marlon le comentó lo sucedido a su pareja, Beatriz, quien al escucharlo se quedó con los ojos abiertos, tan sorprendida como él, sin apenas dar crédito a lo que escucha de boca de su novio y pensando que aquello era más una broma de mal gusto que una realidad. Pero no, parecía ser cierto. Su novio se moría. ¿Y qué piensas hacer? – le preguntó Beatriz.
Marlon se quedó pensativo durante unos segundos, la miró fijamente y respondió: “¡Nada, no voy a hacer nada!”
¡Cómo que no vas a hacer nada! Si no haces nada vas a morir – replicó enfurecida Beatriz.
¿Para qué me voy a molestar si estoy bien como estoy? Tal vez no tenga una vida perfecta, pero ¿para qué me voy a molestar si el tiempo se me acaba? – comentó Marlon.
Pasaron las semanas, tiempo durante el cual Beatriz había avisado a sus amigos y les había contado la situación. Era imperativo que Marlon se tratara si quería vivir mejor, si quería salvarse. Los amigos fueron pasando por su casa, hablando con él, intentando convencerlo para que tomara cartas en el asunto e hiciera algo por salvar su vida. Pero nada, no importaba quien pasara por allí ni lo que le dijera, que no se inmutaba. No iba a cambiar. No quería cambiar.
Con el paso del tiempo los amigos se empezaron a cansar. ¿Para qué iban a perder su tiempo y sus energías intentando salvar la vida de Marlon cuando él mismo no se quería salvar? Hasta su novia Beatriz había perdido toda esperanza y estaba pensando en cancelar la boda e incluso en alejarse de él.
Marlon no llegaba a comprender que sus amigos estuvieran preocupados por él ¿por qué no se alegraban por él y se quedaban con el recuerdo de cómo era y no de cómo podría ser? ¿Por qué querían cambiarle, hacerle pasar por aquel trauma que suponía todo el proceso de rehabilitación, aunque eso le hiciera vivir más y más feliz? No lo entendía. Además, aquello que le ocurría no era culpa suya, sino de algún ente superior ¿para qué le iba a contrariar?
Las semanas siguieron pasando, y aquella enfermedad seguía avanzando, seguía comiéndose a Marlon por dentro. Sus amigos habían desaparecido de su lado, ya cansados de decirle las cosas una y otra vez sin que Marlon hiciera nada por resolver aquella situación. Hasta su novia le había dejado para no ver cómo se suicidaba de aquella manera.
Un día, mientras estaba en su sofá sentado frente al televisor, Marlon se quedó con los ojos fijos en aquel aparato, como si estuviera concentrado, como si le hubiera venido la inspiración divina.
Las personas podemos saber que estamos mal, que debemos cambiar si queremos mejorar nuestra vida y nuestras relaciones, pero en muchas ocasiones no hacemos nada porque estamos dentro de esa falsa zona de confort que nos impide ver más allá de nuestras propias narices. Una zona en la que tenemos un montón de disculpas que evitan que comencemos a movernos.
Las personas que nos quieren y que desean lo mejor para nosotros nos pueden dar un punto de vista diferente, un punto de vista fuera de esa zona de confort, un punto de vista que no tiene disculpas para hacer las cosas. Sin embargo, nuestra apatía por acometer nada y nuestro victimismo hacen que esas personas se cansen de decirnos las cosas y se puedan alejar.
Mientras nosotros no tomemos las riendas de nuestra vida, mientras no asumamos que estamos mal y que necesitamos ayuda, no haremos nada por cambiar.
Si nos encontramos así, rodeado de personas que nos dicen que algo va mal, si sentimos que nos enfadamos y tenemos sentimientos de rabia por esas personas; tal vez sea el momento para acudir a un profesional que nos pueda ayudar a identificar qué es lo que nos está bloqueando para hacer de nuestra vida algo mejor.
El sanador de almas
sábado, 13 enero, 2018
Jonás era un hombre de mediana edad que recorría los caminos del condado en su carro laboratorio donde elaboraba remedios caseros para los dolores de muelas, de estómago, de hígado o cualquier otro mal que pudiera tener el paciente.
Un día Jonás llegó a un pueblecito de no más de doscientos habitantes. Entró con su carro por la puerta principal y se dirigió al centro de la plaza, donde paró su carro y comenzó a desmontar los tablones que protegían los laterales del carro para hacer con ellos un pequeño escenario que le daba una cierta altura sobre las personas que caminaban a su lado y que, poco a poco, se empezaban a concentrar a su alrededor.
Una vez hubo terminado el escenario, sacó un par de botellas con elixir de diferentes colores y los puso sobre una pequeña banqueta que hacía las veces de expositor para que los curiosos pudieran ver los productos que tenía.
Ya tenía más de veinte personas a su alrededor cuando comenzó a hablar Jonás a su público. Inició su exposición diciendo quién era y por qué estaba allí. Una vez dicho eso, les explicó cómo iba a hacer todo lo anterior y qué iba a utilizar para hacerlo: sus elixires.
La gente estaba entusiasmada con la presentación que había hecho. De hecho, todavía no había terminado su discurso cuando algunos de los asistentes ya estaban levantando la mano para llevarse alguna de esas botellas de colores chillones que tenía sobre la banqueta. La mercancía se le escapaba de las manos. Nunca había tenido un público tan receptivo.
Una vez se fue el último cliente, y mientras recogía y ordenaba un poco las cajas que había dejado amontonadas en una esquina, se acercó una mujer a la carreta y saludo. Jonás levantó la mirada y respondió con otro saludo al tiempo que paraba de hacer lo que estaba haciendo y prestaba atención a aquella mujer.
La mujer comenzó a explicarle que se encontraba allí porque su hijo llevaba en cama varios días y no se encontraba en condiciones de acercarse a la plaza, por lo que le pidió a Jonás si podría coger alguno de sus brebajes y acercarse a su casa para ver qué es lo que tenía su hijo. Jonás aceptó.
Al entrar por la puerta de aquella cabaña Jonás pudo ver que el joven estaba postrado en un catre al fondo de la estancia, junto a una pequeña ventana por la que entraba la luz. Sus hermanos pequeños, que correteaban por la habitación, pararon en seco al ver que entraba la madre, corriendo hacia ella para darla un fuerte abrazo de bienvenida.
Jonás se acercó al joven y lo miró durante unos segundos. Le preguntó qué le pasaba, qué le dolía, dónde le molestaba, etc. Mientras el chico iba respondiendo a sus preguntas, Jonás le cogía de un brazo, del otro, lo ponía erguido en la cama y le daba pequeños golpecitos en la espalda intentando ver cuál podía ser la causa de sus males.
Después de varios minutos analizando a aquella persona, Jonás concluyó diciendo que tendría que tomar una de sus pócimas durante algo más de una semana, por lo que sacó dos botellas de su bolsa y las puso sobre la mesita que se encontraba a un lado.
La madre puso cara de preocupación, y le dijo a Jonás que no tenían dinero para pagar aquella medicación, ante lo cual Jonás sólo pudo responder que no importaba, que le pagaría con cualquier otra cosa si su hijo mejoraba. Él se volvería a pasar por el pueblo en una semana para ver el cambio.
Pasó una semana, y Jonás volvió a aparecer en la puerta de aquel pueblo. Sin embargo, esta vez no montó el escenario como la última vez, sino que fue directamente a la casa donde había dejado a aquel joven enfermo hacía una semana. Llamó a la puerta.
La puerta se abrió, pero tras ella no había nadie. A los dos segundos apareció una cabecita de detrás de la puerta que le sonrió mientras desde el fondo de la estancia se oía la voz de la madre que decía que pasara. Entró y cruzó la habitación hasta el catre donde todavía seguía postrado aquel joven. La madre, sentada en la cama, levantó la mirada y dijo: “No hay mejoría”.
Jonás se sorprendió. Era raro que una persona joven que tomara sus pócimas no mejorara en ese tiempo. Miró a la mesita que estaba al lado de la cama, donde había dejado las dos botellas de elixir, y vio que éstas no habían sido abiertas siquiera. Jonás preguntó a la madre qué es lo que había pasado, por qué no habían abierto las botellas, por qué no se había tomado la pócima.
La madre agachó la cabeza y, con cara de tristeza, respondió que su hijo no había querido seguir el tratamiento, que decía que no estaba tan mal, que se encontraba bien, que en un par de días se le pasarían aquellos males. Sin embargo, allí estaba, postrado en la cama, sin poder moverse.
Jonás retiró las botellas antiguas de la mesita y puso otras nuevas indicando que se tomara ese jarabe y que volvería en una semana para ver la mejoría. La madre asintió con la cabeza y le dio las gracias. Jonás volvió a salir por la puerta, se montó en su carro y desapareció de nuevo.
Transcurridos siete días Jonás volvió a llamar a la puerta. La puerta se volvió a abrir. Esta vez era la madre la que le daba la bienvenida. La cara de tristeza de la madre lo decía todo. El chico no había sanado. Jonás se acercó a la cama y lo miró. Su estado no había empeorado, pero el joven seguía mal. Miró a la madre y preguntó qué habían hecho, si habían tomado la medicación. La madre respondió que sí, que la tomó una vez al poco de irse, pero que le dolió mucho y dejó de tomarla. Además, la madre había estado insistiendo en la tomara, que sería bueno para él, pero nada, no hizo nada.
Jonás miró a la madre y, con un suspiro, dijo: “No hay nada más que nosotros podamos hacer. Ya hemos hecho todo lo que está en nuestras manos. Ahora sólo nos cabe rezar”.
Cuando vemos que una persona de nuestro entorno cercano está haciendo algo que le aleja de su felicidad, es posible que levantemos la mano y se lo digamos: “Esto que estás haciendo no es bueno para ti ni los que te rodean”. También es posible que, después del comentario, nos llevemos un jarro de agua fría por “meternos donde no nos llaman”.
Las personas solemos pensar que estamos bien como estamos, que no necesitamos cambiar, que somos lo que somos porque la vida nos ha hecho así; y que la gente nos tiene que aceptar por lo que somos, porque esa singularidad nos hace especiales. Si eso es así, si nos aceptan como somos, pensamos que esa persona nos ama. En caso contrario, si nos dice algo, es muy probable que lo odiemos porque, en el fondo, no nos quiere en bruto, sino como ellos desean.
Sin embargo, no siempre esto es así. Las personas que nos quieren nos ven desde fuera, y pueden darnos un punto de vista diferente al nuestro. Esto no quiere decir que tengan razón cuando nos dicen algo, sino que hacen una observación que tal vez no hayamos tenido en cuenta y que nos puede ayudar a mejorar.
De igual manera, las personas que quieren ayudar tienen que darse cuenta de que no todo el mundo quiere ser ayudado, no todo el mundo considera que debe cambiar, no todo el mundo tiene la fuerza para cambiar, y no todo el mundo puede cambiar ahora, sino que tiene que buscar su momento. Encontrar este equilibrio no es sencillo.
Si en algún momento nos vemos con esos ánimos para cambiar, con esa fuerza, es bueno que nos acerquemos a un profesional que nos pueda ayudar, porque con su ayuda dirigiremos nuestros esfuerzos en la línea más adeacuada.
El vendedor más grande
lunes, 16 enero, 2012
Alex era un gran agente comercial. Aún metido de lleno en una crisis económica, Alex había conseguido alcanzar los objetivos comerciales marcados por la empresa. Y no sólo los había alcanzado, sino que los había superado en varios puntos. Este hecho agradó sobremanera a sus superiores, quienes durante el último año habían seguido muy de cerca su desarrollo dentro de la empresa.
Alex no sólo era un gran agente comercial por haber superado la marca impuesta por la empresa hacía doce meses, sino porque además tenía unas cualidades dignas de un buen profesional de su sector. Era el primero en introducir cualquier producto nuevo en su cartera y ofrecérselo a sus clientes. Tenía un trato cordial y afable con sus clientes, lo cual le permitía generar confianza rápidamente con ellos. En definitiva, sus clientes lo adoraban.
Un día Alex se topó con un cliente que a priori no quería nada con él. Alex, como buen comercial, no se derrumbó, sino que investigó qué podía querer aquel cliente. Durante semanas lo estuvo persiguiendo para averiguar sus necesidades, sus intereses, sus gustos. El detalle más ínfimo durante una conversación cruzada podía ser una buena pista para averiguar algo más sobre esa persona y cómo poder acercarse un poco más a ella. Su propósito final, cerrar una venta.
Mientras tanto Alex seguía con su trabajo normal. Seguía viajando por todo el país visitando puntualmente a sus clientes más fieles para mostrarles los nuevos productos. Los ponía sobre la mesa y los desmontaba con tremenda facilidad, al tiempo que iba explicando cada pieza que dejaba sobre la mesa. Una vez montado el aparato de nuevo, le buscaba alguna utilidad práctica para la empresa en cuestión y, en menos de dos horas y media, ya tenía un nuevo pedido sobre la mesa de Compras. El recibir pedidos de sus clientes estaba muy bien, pero Alex seguía con los ojos puestos en el nuevo cliente que apenas le había hecho caso.
Después de varios meses persiguiendo a ese cliente tan complicado, éste le llamó a Alex para concertar una reunión. Alex aceptó de inmediato. Su alegría era tal que si no llega a ser porque iba conduciendo su coche de empresa, hubiera invitado a toda la oficina a una cerveza en aquel preciso instante.
A los pocos días Alex se acercó a hablar con el Director de Compras de aquella empresa. Alex le estuvo enseñando al Director, a su ayudante y a un par de personas que no sabía muy bien de dónde procedían, los últimos artículos que su empresa había fabricado y que a ellos les podrían venir muy bien para mejorar la productividad de sus fábricas. Después de tres horas de reunión, el Directo se levantó de la silla y aceptó lanzar un pedido con Alex. Para empezar el pedido sería de mil euros.
Aunque el pedido era diez veces inferior al pedido más pequeño que cualquiera de sus otros clientes podía hacer, Alex se sentía feliz. Había conseguido, después de tanto trabajo, vender algo a esta empresa.
Algunos individuos ponen demasiado énfasis en perseguir a personas que les dan largas, que les dicen que no una y otra vez, hasta que al final deciden comprarles algo o incluso salir con ellos a tomar un café. Parece que cuanto más complicado sea el reto mayor satisfacción personal saca la persona de ese encuentro o compra, por corta que sea una y ridícula que sea la otra.
Sin embargo, cuando una persona tiene confianza en nosotros para comprarnos sin tener que perseguirla, o nos llama para quedar a tomar algo, a esta persona la tratamos de forma diferente a la anterior. A esta persona no la tenemos que ganar, por lo que no tenemos que esforzarnos para gustarla, para que nos quiera. Incluso a veces podemos percibirla como agobiante y que nos podía dar un poco de espacio. El que esta persona nos compre o nos invite a tomar algo no supone ninguna satisfacción para nosotros.
A algunas personas les gusta el reto, el conseguir lo que parece imposible, sin tener presente que el tiempo que han invertido en esa persona no tiene el retorno económico o emocional que puede suponer otra persona con la que ya tiene una colaboración y confianza desde hace largo tiempo. Aún así siguen enganchados en esa necesidad de conseguir algo que no tiene futuro.
Sin compromiso
miércoles, 21 septiembre, 2011
Actualmente no es raro encontrarse con personas que tienen relaciones donde el compromiso no es el factor más importante que mantiene unida a la pareja. Su relación se basa principalmente en el hecho de no estar solos, en poder pasar un rato agradable y divertido con la otra persona y, por qué no, en tener relaciones sexuales satisfactorias. Sin embargo, ambas partes parecen quedarse a una distancia prudencial la una de la otra, como sin querer entrar en el jardín privado del otro.
Este tipo de relaciones pueden ser conocidas como “follamigos” o “amigos con derecho a roce” y suelen ir de miedo si ninguna de las partes entra más allá de la señal donde pone “¡Cuidado con el perro!”. En algunos casos no existe tal señal, en cuyo caso es posible que el jardín esté plagado de gnomos que se abalanzan sobre cualquier intruso que no tenga la autorización correspondiente.
Efectivamente, una persona puede entrar sin querer en el jardín del otro tan sólo por decir un “te quiero”, “me gustaría tener algo más contigo” o “me gustaría presentarte a mis amigos”. Incluso es posible que con el tiempo una de las partes no diga esto porque si, sino porque realmente lo siente y quiere ir un paso más allá con esa relación. Y es entonces cuando saltan todas las alarmas y aquello parece una discoteca de los años setenta.
Claro está que llegados a una edad las personas nos vamos acostumbrando a vivir solas, que comenzamos a tener nuestras rarezas y que pasamos olímpicamente de tener que dar explicaciones a nadie de lo que hacemos o dejamos de hacer: «Si ya no tengo que dar explicaciones a mis padres ¿por qué te las tengo que dar a ti que no eres nadie en mi vida?«.
No sólo esto, sino que además, el tiempo ha hecho que seamos más exigentes a la hora de buscar una pareja estable y, cualquier cosa que no se amolde a ese esquema predefinido que tenemos en la cabeza durará en nuestras vidas menos que un trozo de carne en una jaula de leones hambrientos.
Está claro que al ser más exigentes nos cuesta más encontrar a esa persona que haga saltar la chispa, por lo que en ocasiones nos juntamos con la opción menos mala, o nos quedamos solos esperando a que llegue ese pirómano que haga explotar toda la casa por los aires.
Las relaciones pasadas también nos dejan nuestras pequeñas heridas, algunas de las cuales pueden estar sin cicatrizar del todo, y por lo tanto, a nada que sentimos que nos la pueden abrir de nuevo nos protegemos para no sentir el mismo dolor que tuvimos que soportar durante semanas, meses o incluso años.
A pocas personas que conozco les gusta sufrir. Y es posible que si hiciera una encuesta, una gran mayoría de ellas me dirían que prefieren gozar a tener que sufrir, aunque sólo fuera durante un par de segundos. Por lo tanto ¿por qué no gozar de la vida ahora que puedo? ¿Por qué involucrarme con una persona si al final me va a hacer sufrir?
Parece que el tiempo y los estudios de campo nos han permitido dar con la fórmula que nos permite mantener la intimidad suficiente como para mantener una relación sexual al tiempo que nos mantiene a una distancia prudencial de ese agujero negro que son los sentimientos y penurias de la otra persona: “¡Además, yo he salido para divertirme, no para aguantar las penas de este pelmazo!”.
Curiosamente, llegado el momento, una de las partes quiere dar ese paso, ir un poco más allá, pero ¿para qué? ¿Para qué quiero unirme a una persona si estoy feliz tal y como soy, si puedo salir a divertirme cuando quiero, si me invitan aquí y allá y no tengo responsabilidades ni debo dar explicación alguna a nadie?
La solución la tenemos nosotros mismos. Tal vez en este momento de nuestras vidas queramos tener una relación sin compromiso en la que no aparezcan palabras de cariño ni ideas rocambolescas como formar una pareja, casarnos y, mucho menos, tener hijos. Cada uno de nosotros tenemos un tiempo de maduración, no con ello quiero decir que no seamos maduros, sino que todavía no estamos preparados para el compromiso, para dar ese paso.
Está en nosotros el decidir cuándo y a quién dejo entrar más allá de esa puerta tan bien protegida hasta hace unos días. Puede darse el caso que la primera persona a la que permita el acceso pise las gardenias que acababa de plantar, o golpee con el coche el gnomo junto al estanque, o incluso que a los pocos pasos de la entrada se gire y vuelva sobre sus propios pasos, pero esto no debería desmotivarnos para dejar la puerta abierta.
Con el tiempo nos haremos expertos en identificar a aquellas personas que pueden entrar a formar parte de nuestro mundo interior. Incluso es posible que alguna de ellas vaya con una cerilla en la mano. Como dice la canción “el amor está en el aire” y puede llegar en cualquier momento, sólo hay que estar dispuesto a dejarlo entrar. Entonces nuestra perspectiva de la vida cambiará.
Posponer decisiones
miércoles, 23 febrero, 2011
No es raro encontrarse con personas que posponen ciertas tareas para otro momento con disculpas como “luego lo hago”, “ahora estoy muy ocupado” o “es que no encuentro el momento adecuado”.
El realizar una tarea nueva nos suele inquietar porque nos pone en una situación comprometida ya que, en la mayoría de los casos, no hemos realizado antes nada similar y tenemos poca experiencia en su ejecución.
Además, el realizar algo nuevo nos hace salir de nuestro círculo de comodidad. Un círculo en el que nos sentimos seguros y a gusto. ¿Para qué salir de ahí entonces? Es como salir de casa en pleno invierno cuando una tormenta está descargando toda su furia sobre nuestras cabezas ¿no es mejor quedarse cómodamente en casa tomando un chocolate caliente mientras amaina la tempestad?
Si a todo esto le añadimos una pizca de nuestros miedos y fantasías como “se van a reír de mi” o “qué van a pensar si no lo sé hacer”, la cosa se complica todavía más, y hasta es posible que no haga nada para salir adelante.
Es posible que todo lo dicho hasta ahora nos haya ocurrido alguna vez, o que incluso nos esté pasando ahora. Tal vez nos podamos sentir petrificados ante ciertas situaciones y, por muy mal que lo estemos pasando actualmente, preferimos no movernos hasta que todo pase. Puedo tener la creencia de que si no me ven, no me pedirán que lo haga, aunque sé que lo tengo que hacer. Dejemos que la furia de la tormenta se aleje y no vuelva en mi busca.
Sin embargo, todavía es hoy el día en el que apenas somos capaces de predecir la duración de las tormentas. Con un poco de suerte pueden durar sólo unas horas, si se complican un poco se pueden alargar hasta unos días, o en el peor de los casos se pueden alargar unas semanas, meses e incluso años. Y es aquí donde entra en juego nuestra paciencia ¿cuánto tiempo puedo aguantar esta situación sin hacer nada para cambiarla? ¿Cuánto tiempo puedo aguantar sin salir de casa y sin que se deterioren mis facultades mentales?
Desde fuera todo parece muy sencillo. De hecho no será la primera vez que oímos a alguien decirnos: “tienes que coger al toro por los cuernos”. Y efectivamente, esa persona puede tener razón. Pero todavía existe algo que no nos permite movernos. Mi motivación no es lo suficientemente fuerte como para hacer que salga de casa y me enfrente a ese toro embravecido.
Al no ser nosotros quienes sufrimos en primera persona dicha situación, debemos intentar comprender a nuestro interlocutor, entender qué es lo que le frustra, lo que le inquieta, lo que le impide moverse hacia delante. Obviamente esta tarea no es sencilla, y se complica proporcionalmente según la persona con la que tratemos sea más cercana a nosotros.
En estos casos la comprensión es importante, pero tampoco hay que dejar que la otra persona se convierta en víctima de ella misma. Es necesario comprender a la otra persona, pero sin entrar en su victimismo y que éste nos haga rehenes de su situación.
Cada uno de nosotros tiene la solución a sus problemas dentro de sí, lo importante es conseguir exteriorizar esas soluciones para que las podamos escuchar, para hacernos conscientes de ellas. Es cierto que existen dependencias afectivas que nos pueden dificultar la toma de decisiones, pero con la ayuda de la persona adecuada podemos identificar nuestros bloqueos y salir de nuestro círculo de comodidad para comenzar una nueva vida.
Y tú ¿qué decisiones estas posponiendo para otro momento? ¿A qué se debe?
Quiero que sea…
lunes, 13 septiembre, 2010
No es raro estar hablando fijamente a los ojos de algún amigo cuando notas que su mirada, hasta el momento fija en tu rostro, comienza a desviarse ligera y progresivamente hacia un lado. Si eres una persona curiosa es muy posible que gires tu cabeza para saber exactamente quién diablos es la persona que turba la concentración de tu interlocutor. Y si la discreción no es tu fuerte, entonces es posible que gires el cuerpo entero y exclames: «¡vaya, no está mal!«.
Es entonces cuando el tema de conversación cambia radicalmente y comienza el tuning de quien haya osado pasar entre el ángulo de visión de ambos: «No está mal, pero si le quitaras un poco de… y le pusieras un poco más de… y le cambiaras… y en vez de…«. Y como conozcamos personalmente a la protagonista entonces podemos entrar hasta en su forma de ser: «si fuera un poco más abierta… si tuviese un poco más de humor… si no fuera tan basta al hablar… si cambiara de amigos…«. Y esto que parece un estereotipo exclusivo de los hombres también les ocurre a las mujeres, aunque en ellas es algo más disimulado inicialmente por tener, entre otras cosas, un ángulo de visión mayor que el de los hombres.
En este ejemplo concreto no estamos describiendo al hombre perfecto ni a la mujer que tenemos en nuestras fantasías y que podrían hacernos la vida un poco más agradable en nuestros sueños, sino que estamos ajustando a una persona real, y por ello imperfecta, a nuestras necesidades concretas, a nuestras fantasías.
El conformar algo como nosotros queremos es complicado. Y se complica aún más conforme la otra persona tiene una identidad ya formada. Tal vez por esto algunas personas dicen que llegada la crisis de los 40 los hombres buscan una chica más joven que ellos para poder modelarla a su gusto. Es posible que las decepciones que han tenido en su vida hagan que algunos de estos hombres quieran buscar una mujer a la que puedan configurar a su medida para evitar de esta forma algunos de los problemas que tuvo en el pasado con las mujeres de su quinta.
También es posible que tenga que ver con el equilibrio en el apetito sexual de ambos. Según Pease International Research, el apetito sexual de un hombre de 40 años se corresponde más con el de una joven de apenas 25 años que con el de una mujer de su propia edad, ya que esta última tiene el mismo apetito sexual que el de un joven a quien dobla en edad. Por eso últimamente se ven parejas donde la diferencia de edad es bastante apreciable, aunque a ninguna de las dos partes les importe demasiado este hecho para seguir juntos.
De hecho, algunas mujeres jóvenes prefieren un hombre mayor que esté más pendiente de sus necesidades y emociones, con quien pueda hablar y quien no esté pensando todo el día en el sexo y dónde lo vamos a hacer hoy, si en la cocina o en el ascensor. De igual manera algunas mujeres mayores prefieren a los jóvenes porque, además de tener unas necesidades sexuales mayores que sólo los jóvenes pueden satisfacer, se evitan complicaciones que llevan asociados los hombres mayores. Por su parte los hombres pueden ver satisfecha su fantasía de estar con una mujer mayor cuando son jóvenes y de estar con una mujer más joven cuando son mayores.
Independientemente de la pareja con la que se decida mantener una relación, es muy importante aceptar a las personas tal y como son, así como averiguar qué es lo que quiere mi pareja. Los cambios son posibles en las personas y la pareja puede ayudar a que seamos conscientes de ciertas conductas que no son apropiadas en ciertos entornos. Sin embargo esto no debería desembocar en que la otra persona cambie porque a mi no me gustan ciertas cosas, o porque creo que debe cambiar por amor hacia mi.
Los cambios demasiado radicales pueden terminar en conflictos de pareja que llevan ineludiblemente a la ruptura de la misma. Por eso es importante mantener una postura abierta y un diálogo fluido entre ambas partes que permita que nos conozcamos más y nos volvamos a enamorar. Esto se puede conseguir también con la ayuda de un profesional que nos puede aportar las pautas iniciales para salir de nuestro bucle y de nuestras respuestas automáticas para así aprender a seducir a la persona que amamos a través de las preguntas que nos indican qué es lo que quiere realmente y qué tenemos en común.
Chicos malos
viernes, 23 julio, 2010
Las novelas baratas nos muestran héroes despiadados o villanos que cambian su manera de ser tan sólo por amor a la heroína. Esta forma de ver las relaciones de pareja es bastante popular en los relatos de ficción, haciendo en algunos casos que las ventas de ejemplares se disparen, pero al poner los pies sobre la tierra vemos que este tipo de relaciones no funcionan porque ¡el chico nunca cambia!.
Los hombres buenos, es decir, considerados, educados, abiertos, vulnerables, generosos, atentos, apreciativos, cálidos, dulces, y expresivos con sus afectos, que no han podido mantener una relación con la mujer que deseaban porque ésta se ha ido con el «chico malo» suelen afirmar que «las mujeres no quieren un hombre bueno, sino uno que las trate mal«. Sin embargo, las mujeres, al igual que la mayoría de las personas, quieren estar con una persona buena, que las respete y las trate bien. Entonces ¿cómo es posible que no estén con los chicos buenos?
Está claro que las mujeres quieren que se las trate bien, pero al mismo tiempo y casi con más fuerza quieren sentirse especiales. Así, cuando un hombre es bueno con ellas, están contentas y agradecidas, pero cuando el hombre es amable y bondadoso con el resto de la gente, ellas comienzan a preguntarse «¿cómo podré saber si realmente me ama a mi?«. Es entonces cuando comienzan a buscar pruebas de ese amor verdadero ¿y qué más sencillo que encontrar a un hombre malo que cambie por amor?
De esta forma algunas mujeres quieren ser tratadas bien por hombres que no son buenos, hombres cuya única razón para ser buenos sería el estar obligados a cambiar por amor hacia esa mujer especial. Esto garantiza a la mujer que ellos han cambiado por amor y que las quieren sólo a ellas, sin embargo, con el tiempo, ella volverá a preguntarse ¿dónde me equivoqué?
Para evitar este tipo de situaciones podemos utilizar un coach, quien nos ayudará a identificar la pareja que buscamos, al hombre que nos haga vibrar o a esa mujer que nos llene y que nos permita volver a enamorarnos.
Gestión del cambio
lunes, 19 julio, 2010
El cambio es algo que está presente en nuestras vidas desde el momento en que somos concebidos. Los cambios celulares de los que no somos conscientes no nos suelen preocupar, a menos que estos degeneren en una enfermedad que sea detectada. Sin embargo, aquellos cambios que se producen en nuestro entorno y que afectan a nuestra identidad o forma de vida son contra los que nos revelamos y debemos aprender a gestionar.
Hace unos días el gimnasio al que acudo habitualmente cambió de instalaciones. Aunque el nuevo local es más grande y algunas de sus máquinas y servicios son completamente nuevos, un gran número de personas no estaban del todo contentas con la distribución de las máquinas, la entrada a las salas, los vestuarios, o cualquier detalle que fuera diferente a lo que ellas estaban habituadas, siendo algunas de las frases más escuchadas: «el otro gimnasio era mejor«, «me voy a ir de aquí«, «esto no me gusta nada«.
En nuestra vida sentimental los cambios tampoco son bien recibidos. Si no tenemos pareja y comenzamos una relación con una persona nueva, la entrada de ésta en nuestras vidas, y más en concreto en nuestra casa, puede hacer que nuestro cuerpo experimente sensaciones hasta entonces desconocidas debidas a los comportamientos de la otra persona que nos estresan sin razón aparente. Cuántas veces habremos escuchado: «es que me lo cambia todo de sitio«, «es que me quiere redecorar la casa«, «es que me quita el mando de la televisión«, «es que me deja los calcetines sobre el sofá«, «es que no mete las cosas en la lavadora«.
Algo parecido ocurre cuando nuestros hijos vuelven al hogar familiar a pasar unos días de vacaciones. Y no digamos nada si estos vienen acompañados por su pareja e hijos. En estos casos los progenitores experimentan un desasosiego que puede terminar colmando el vaso y haciendo que un camino de rosas se convierta en un auténtico calvario si no se tiene un poco de sentido del humor.
Ante un cambio las personas se pueden resistir e intentar no amoldarse a dicho cambio. En el caso del gimnasio los clientes se pueden ir a otro gimnasio de la zona; frente a una relación de pareja puedo ir yo a su casa en vez de que venga la otra persona a la mía, o romper la relación si no nos lleva a ningún sitio; en vacaciones puedo buscar otro lugar donde pasar mi tiempo libre que no sea molestando a mis padres o a los de mi pareja; y en el caso de un trabajo… ¡me puedo buscar otro!
Todo cambio que suframos en nuestra vida personal es, en mayor o menor medida, importante para nosotros. En esos momentos es normal que algunas personas tengan miedo a ese cambio porque tal vez crean que al cambiar dejarán de ser ellas mismas: «Si cambio ya no soy yo«.
Por el contrario, otras personas consideran que el cambio es positivo, que las aporta nuevas oportunidades de crecimiento y desarrollo. Estas personas están dispuestas a adaptarse a los cambios porque tienen en su mente un objetivo superior al mero hecho de dejar de ser ellas mismas: crecer como personas.
En cualquier caso hay que tener en cuenta que las personas pueden cambiar, si bien la velocidad de adaptación a la nueva situación dependerá de la edad de la persona, su bagaje cultural y su forma de ser.
También es importante tener en cuenta que los cambios progresivos son menos impactantes y obtienen menos rechazo que aquellos que son de un día para otro y a la persona le supone un cambio drástico en su forma de actuar. Por eso las grandes empresas llevan años desarrollando sus departamentos de recursos humanos en el área de gestión del cambio, para que sus empleados puedan ser ayudados de forma progresiva con la adaptación de la empresa a su nuevo entorno empresarial, tanto en relación con las nuevas tecnologías como en los cambios debidos a una crisis económica.
Un coach puede ayudar a las personas a sobrellevar un cambio drástico a través de la metodología empleada en el coaching, así como a aquellas personas que consideren que su vida personal o profesional debe cambiar para poder conseguir de una vez por todas sus objetivos. El desarrollo de habilidades interpersonales es un buen ejemplo de cambio en el comportamiento que beneficia a la persona en su entorno laboral y personal.
Criando parricidas
martes, 6 julio, 2010
Hace poco me contaban una escena que tuvo lugar en el metro entre una madre y su hijo de corta edad. El comportamiento de la criatura, revoloteando por todo el vagón y molestando al resto de pasajeros, no debía ser el que la madre deseaba en ese momento para su churumbel, por lo que cuando el angelito colmó la paciencia de su progenitora ésta le lanzó un cachete para marcar el fin de un comportamiento que la estaba poniendo en evidencia ya que no era del todo apto en dicho entorno.
Sin querer entrar en la polémica de si la madre se extralimitó al darle un tortazo a su hijo, o de si ésta debió concluir el comportamiento de su hijo mucho antes para evitar llegar a esa explosión emocional, la situación descrita en el párrafo anterior puede ser bastante normal en una relación entre padres e hijos. Sin embargo, lo que realmente llama mi atención no es el hecho de la agresión física, aunque esta tenga su importancia, sino los comentarios que la madre y posteriormente la amiga que la acompañaba realizaron al galopín.
Tras el manotazo, la madre abroncó a su hijo en tono desafiante con un: «¡A ver, devuélveme, devuélveme el tortazo!» Mientras que su amiga reprendía al mozalbete con un: «!qué cobarde!, ¡vaya cobarde!».
Está claro que la criatura no tenía el tamaño ni la fuerza para devolver el tortazo a la madre. De hecho, es posible que si hubiera amagado para darla un golpe ésta le hubiera respondido con un guantazo que le hubiera puesto la cara del revés. Es posible que la criatura también estuviera falta de ánimo y valor para tolerar la desgracia que le había caído en forma de bofetada, tal y como afirmaba la amiga, pero también es posible que en su todavía aturdida cabecita se escuchara una vocecilla que decía: «¡Espera, espera a que sea grande y ya veremos si te atreves a darme otro tortazo. Ya veremos quién es el cobarde entonces!«.
No sé si este tipo de desafíos son la causa de que a fecha de hoy no sea raro escuchar en las noticias casos de hijos que maltratan a sus padres, pero las observaciones que llevo realizando durante los últimos meses me demuestran una laxitud en la educación que proporcionan los padres a sus hijos.
Tal vez esta laxitud sea el efecto rebote de una educación más estricta recibida en las familias y colegios durante los años 50 y 60 del siglo pasado. O probablemente sea debido a que algunos padres de hoy en día no tuvieron ciertas libertades en los años de la dictadura y quieren que sus hijos sean totalmente libres para hacer lo que quieran. O quizás sea debido a que los padres del siglo XXI no tienen el tiempo ni la energía suficiente para corregir y educar a su prole después del trabajo.
En cualquier caso hay que tener en cuenta que estas pequeñas criaturas son las que gobernarán y regirán nuestra sociedad dentro de unos años y, como padres y ciudadanos, debemos ser responsables y preguntarnos si son los comportamientos y valores que estamos inculcando en nuestros hijos los que queremos que tengan nuestros futuros directivos y gobernantes.
Si, todavía estamos a tiempo de reeducar a estas maravillosas criaturas para que cambien. Lo único que necesitamos es aumentar nuestra fortaleza mental para identificar cuáles son nuestros objetivos para con ellos, cuáles son los valores que queremos inculcarles, cuál es nuestra responsabilidad como padres. En todo esto nos pueden ayudar desde orientadores expertos en el tema hasta coaches que nos acompañarán en este camino sin que fracasemos en el intento.
Fracaso escolar
viernes, 2 julio, 2010
El fracaso escolar es la palabra que más se oye en los corrillos de padres y profesores durante estos días en los que salen a la luz las notas globales del curso. De hecho, no es raro ver por los pasillos de los colegios a padres con cara de preocupación hablando con tutores y orientadores para saber qué tienen que hacer este verano con sus vástagos para que pasen de curso en septiembre.
La responsabilidad de los padres puede que no sea preocuparse por sus hijos, pero es esta la que hace que acudan a los centros de estudios para informarse y averiguar qué es lo que han hecho mal nuestros futuros líderes. Las respuestas que ofrecen los profesores y orientadores parecen estandarizadas, como sacadas de un manual: «no presta atención en clase«, «no se organiza«, «no se planifica«, «se distrae con facilidad» y alguna otra que denota que el alumno es un vago o incluso una persona conflictiva.
Esta imagen de zángano puede verse reforzada si el joven ha tenido durante los últimos meses un profesor particular cuyos comentarios finales han sido del tipo: «no trabaja lo suficiente«, «no hace todos los ejercicios«, «no se concentra» o cualquier otra frase que denote falta de esfuerzo o interés por parte de su discípulo.
Las soluciones que suelen ofrecer los tutores y orientadores en este tipo de situaciones suelen ser también muy estandarizadas: «necesita organizarse«, «necesita planificarse«, «necesita hacer un esfuerzo» y cualquier otra que indique que debe ponerse las pilas durante los próximos meses. En algunos casos sugieren que el joven sea supervisado por una tercera persona, ya sea un profesor particular o en una academia.
Sin embargo, lo curioso de todo esto no es escuchar lo que los padres y profesores tienen que decir sobre el joven protagonista, sino el papel que este adopta de forma casi involuntaria mientras se encuentra en esa situación y a la que nadie presta atención.
El protagonismo está claro que es del alumno, ya que es el responsable de haber suspendido y quien debe recuperar en pocos meses. Sin embargo, éste queda relegado a un segundo plano, bien junto a los padres con cara de despistado como si la escena no fuera con él; bien detrás de sus progenitores, escondiéndose de la lucha dialéctica; bien sentado un nivel por debajo, demostrando de esta forma un subordinamiento e inferioridad frente al resto de personas; o bien, en el peor de los casos, rompiendo a llorar debido a la alienación de los padres.
Los jóvenes no fracasan en sus estudios porque sí. Las razones pueden ser múltiples y variadas, pero siempre suele haber algo detrás que hace que se depriman, que no quieran estudiar, que prefieran evadirse con sus juegos evitando así la realidad. Lo bueno de todo esto es que estos pequeños adultos tienen una capacidad increíble para cambiar y estar funcionando de nuevo al 100% en menos tiempo que lo haría un adulto.
No hay que desesperar en estos casos, pero si coger el problema a tiempo, bien utilizando la ayuda de un psicólogo o la de un coach que ayude al joven a establecer sus objetivos, aumentar su motivación, hacerse responsable de sus estudios, desarrollar su concentración y disciplina, aprender a planificarse y organizarse, al tiempo que encuentra un equilibrio entre el estudio y la diversión que permitan que sea un buen líder en el futuro.