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Érase una vez…
jueves, 26 abril, 2012
…una bella joven que respondía al nombre de Ana. Ana vivía en un pequeño pueblo junto a las montañas. Un pueblo que nació cuando, hace un par de siglos, unos colonos vieron que la madera de aquellas tierras podía tener otros usos más eficientes que como mera leña para calentar los hogares. Después de poco más de doscientos años, aquel asentamiento tenía más de mil habitantes, de los cuales más de la mitad trabajaban o estaban relacionados con el sector maderero. De hecho, el noventa por ciento de las casas de no más de una altura y tejados extremadamente inclinados para evitar que el peso de la nieve del invierno dañase la estructura de la casa, estaban fabricadas con madera talada de los bosques colindantes.
Pues bien, un día de primavera, cuando la nieve ya se había fundido de los tejados y las laderas de las montañas, Ana decidió darse un paseo por uno de aquellos bosques. Después del desayuno, y cuando los rayos del sol comenzaban a evaporar las gotas de rocío de las flores más prematuras, salió caminando del pueblo por el camino que llevaba al bosque más cercano. Poco a poco fue cambiando el bullicio de la gente que paseaba por las calles del pueblo por el de los insectos, pájaros y pequeños animales que correteaban libremente en ausencia de depredadores que los pudieran engullir.
Tras unas horas paseando por el bosque el sol había subido en el cielo, y sus rayos penetraban de forma casi paralela a las copas semidesnudas de aquellos árboles centenarios. Fue uno de estos haces de luz el que, al incidir sobre un bosque de helechos, captó la atención de Ana. No fue el rayo en sí lo que llamó la atención de nuestra protagonista, sino el objeto brillante que se escondía entre aquellos helechos y que había sido descubierto por aquel torrente de luz.
Ana se desvió del camino marcado y se adentró en aquel bosque de elfos sin perder de vista aquel objeto brillante que el sol seguía iluminando. Después de varios metros separando helechos con las manos, Ana llegó al lugar donde nacía aquel tímido resplandor. Echó a un lado las plantas que la impedían ver con claridad aquel objeto y se arrodilló frente a él para verlo más de cerca.
Aquel objeto estaba cubierto casi en su totalidad por musgo y semienterrado en la tierra. Ana lo sacó con cuidado y comenzó a limpiarlo. Lo que en un principio parecía una hogaza de musgo y tierra comenzó a definirse como un cerco de metal dorado. Una vez quitó toda la tierra y musgo con las manos, Ana procedió a limpiarlo un poco más con un trozo de la falda que llevaba puesta. Era una corona dorada. Ana estaba impresionada por su hallazgo. Se levantó y se puso la corona sobre su cabeza a modo de complemento al vestido que llevaba. Puesto que no tenía un espejo donde ver si aquello le quedaba bien o no, partió hacia su casa.
Al llegar al pueblo Ana sintió como sus vecinos la miraban de forma diferente a la habitual. Algunos hombres, que hasta entonces ni siquiera la habían visto, la saludaban por primera vez. Y algunas mujeres hacían exactamente todo lo contrario, la quitaban la mirada e incluso el saludo. Ana no sabía por qué, pero se sentía diferente, especial. Al llegar a su casa subió corriendo las escaleras y se metió en su cuarto. Se puso delante del espejo y observó cómo le quedaba aquella corona que se había encontrado en el bosque y que había causado ciertos cambios en el comportamiento habitual de sus conciudadanos. A los pocos minutos su madre llamó a la puerta de su habitación y ésta se abrió. Ana miró a su madre con una sonrisa y ésta se acercó a ella para abrazarla entre sus brazos.
Desde aquel día en que Ana se puso la corona sobre su cabeza la gente de su pueblo, e incluso su propia familia, la comenzaron a tratar de forma diferente. Durante los años de su adolescencia la trataron como a una princesa. Y durante su madurez la pasaron a tratar como una reina. Ana estaba encantada con este trata que recibía de los demás. Un trato que no tenía que ser recíproco, ya que ella no se veía en la obligación de tratarlos de igual forma, si bien a todos y cada uno de ellos los había tratado siempre con respeto y dignidad. Pero todo esto cambió un fatídico día de otoño.
Al igual que hacía unos años atrás, Ana salió a dar un paseo por el bosque aquella mañana de otoño con su corona sobre su cabeza. Durante horas estuvo paseando por el bosque hasta que encontró una roca donde el sol otoñal todavía parecía calentar un poco. Ana se sentó sobre la roca mirando al sol y aquel maravilloso paisaje cuando de pronto, un ave cayó del cielo y cogió la corona entre sus garras. Ana y el animal forcejearon durante unos segundos, pero al final el ave levantó el vuelo con la corona en sus garras. Ana, furiosa, miró a su alrededor en busca de algún elemento arrojadizo. Cogió con sus manos unas piedras que había bajo sus pies y comenzó a arrojarlas contra el ave, intentando derribarla de alguna forma, pero no lo consiguió. Así que Ana se tuvo que conformar con ver cómo aquella ave se llevaba su corona a la cual tanto aprecio había cogido después de tantos años sobre su cabeza. Ana se bajó de aquel montículo y volvió al pueblo.
Al llegar al pueblo observó cómo las personas que hasta el momento la habían mirado cuando ella se acercaba, y quienes la habían saludado cuando llevaba puesta su corona, ahora bajaban la mirada y no la saludaban. Los más osados se acercaban y preguntaban por su corona ¿qué había sido de ella? Ante la explicación de Ana, los examinadores se daban media vuelta y se iban por el mismo camino por el que habían venido. Ana parecía no ser especial. Ana había dejado de ser reina.
En algunas ocasiones las personas nos sentimos bien cuando somos tratados como príncipes o reinas, aunque no lo seamos realmente, pero el sentirse querido, alagado, mimado es algo que nos puede hacer sentir bien, en especial cuando no tiene que ser recíproco y nadie nos va a pedir cuentas si no hacemos lo mismo por ellos. Sin embargo, cuando perdemos nuestro trono, o cuando lo vemos amenazado por otra persona, podemos sentir envidia por ella, e incluso llegar a tener comportamientos agresivos hacia ella con el único objeto de preservar un poco más nuestro reinado. No importa que el presunto usurpador del trono tenga derecho a él, esté en su derecho de solicitarlo, o incluso que sea totalmente legítimo subir a ese trono.
Al final del día las personas queremos ser especiales, ya sea con corona o sin ella. No nos importa si nos tratan de manera especial porque tenemos alguna cualidad que nos permite ser especiales, siempre y cuando la otra persona nos muestre su afecto y amor hacia nosotros. Pero en cualquier caso, lo que verdaderamente nos puede costar, es perder nuestro reinado de años frente a una tercera persona que acaba de llegar.