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A vida o muerte
sábado, 24 marzo, 2018
Marlon era un joven que trabajaba en una empresa de tamaño medio haciendo labores administrativas. Su trabajo no era el más estresante del mundo, pero sí lo tenía todo el día subiendo y bajando escaleras, por lo que paraba poco delante de su ordenador.
Además de tener una vida activa dentro de la oficina, Marlon también se ejercitaba diariamente en el gimnasio y salía al campo a pasear a sus perros junto con su pareja, con la que estaba a punto de casarse dentro de unos meses.
Como todos los años por esa época, la empresa ofrecía una revisión médica a todos sus empleados para que estos conocieran de primera mano su estado físico, si les había subido el colesterol, si tenían alto el ácido úrico o si el tipo de actividad que estaban realizando para la empresa estaba dañando su vista, oídos o pulmones.
Marlon, como en otras ocasiones, se presentó a primera hora de la mañana para que le sacaran sangre, le tomaran la tensión, le revisaran la vista, los oídos, los pulmones, y le golpearan aquí y allá en un intento por comprobar que sus órganos internos estaban bien.
Pasaron un par de semanas antes de que Marlon recibiera la carta donde le informaban de los resultados de aquellas pruebas realizadas por la empresa. Justo en el momento que se disponía a abrir el sobre, sonó el teléfono. Marlon descolgó y preguntó quién estaba al otro lado del aparato. Era el médico de la empresa, quien le comentó que debían verse lo antes posible para tratar un asunto que había aparecido en sus resultados médicos. Quedaron en una hora, el tiempo justo para que se pudiera cambiar de atuendo y llegar a la consulta.
El médico lo había dejado preocupado, por lo que, según colgó el aparato, abrió el sobre para ver si los resultados que tenía en su mano le podían dar algo de luz. Números, porcentajes y nombres raros era todo lo que era capaz de ver, pero en ningún lugar ponía nada raro, nada que le pudiera preocupar. Los análisis eran, en principio, similares a los anteriores. Así que se preparó y salió para la consulta del médico.
Al llegar a la consulta no tuvo que esperar demasiado, ya que el médico que iba a atenderlo estaba despidiendo a su último paciente; por lo que sin perder un segundo invitó a Marlon a pasar dentro de su despacho y, una vez dentro los dos, cerró la puerta tras de sí y tomó asiento en su silla ergonómica.
Aquel doctor no se anduvo con muchos rodeos. Según se sentó en su silla le miró fijamente a los ojos, suspiró y le dijo: “Marlon, te mueres”.
¡Menudo jarro de agua fría! Marlon no daba crédito a lo que acababa de escuchar ¿Qué se moría? ¿Cómo era eso posible? ¿No habría algún error?
Ante la cara de incredulidad de Marlon, y antes de que éste hiciera ninguna pregunta, el médico comentó: “Marlon, te mueres, pero podemos hacer algo para evitarlo. Está en tus manos.”
¿Qué estaba en sus manos? ¿Cómo algo que no podía ver estaba en sus manos? ¡Estaría en su hígado, o en sus intestinos, o en cualquier otro sitio menos en sus manos! – pensó Marlon.
El médico insistió: “Marlon, te podemos salvar, pero para ello debes cambiar ciertas cosas en tu vida; debes someterte a un tratamiento y comenzar una terapia que no va a ser sencilla, pero te puede salvar, dándote una segunda oportunidad para tener una vida más plena. ¡Piénsalo!”
Marlon no terció palabra alguna mientras estuvo en la consulta del médico. No daba crédito a lo que le había dicho. Era imposible que él estuviera enfermo. Él, una persona que se cuidaba. ¡Imposible!
Al llegar a casa Marlon le comentó lo sucedido a su pareja, Beatriz, quien al escucharlo se quedó con los ojos abiertos, tan sorprendida como él, sin apenas dar crédito a lo que escucha de boca de su novio y pensando que aquello era más una broma de mal gusto que una realidad. Pero no, parecía ser cierto. Su novio se moría. ¿Y qué piensas hacer? – le preguntó Beatriz.
Marlon se quedó pensativo durante unos segundos, la miró fijamente y respondió: “¡Nada, no voy a hacer nada!”
¡Cómo que no vas a hacer nada! Si no haces nada vas a morir – replicó enfurecida Beatriz.
¿Para qué me voy a molestar si estoy bien como estoy? Tal vez no tenga una vida perfecta, pero ¿para qué me voy a molestar si el tiempo se me acaba? – comentó Marlon.
Pasaron las semanas, tiempo durante el cual Beatriz había avisado a sus amigos y les había contado la situación. Era imperativo que Marlon se tratara si quería vivir mejor, si quería salvarse. Los amigos fueron pasando por su casa, hablando con él, intentando convencerlo para que tomara cartas en el asunto e hiciera algo por salvar su vida. Pero nada, no importaba quien pasara por allí ni lo que le dijera, que no se inmutaba. No iba a cambiar. No quería cambiar.
Con el paso del tiempo los amigos se empezaron a cansar. ¿Para qué iban a perder su tiempo y sus energías intentando salvar la vida de Marlon cuando él mismo no se quería salvar? Hasta su novia Beatriz había perdido toda esperanza y estaba pensando en cancelar la boda e incluso en alejarse de él.
Marlon no llegaba a comprender que sus amigos estuvieran preocupados por él ¿por qué no se alegraban por él y se quedaban con el recuerdo de cómo era y no de cómo podría ser? ¿Por qué querían cambiarle, hacerle pasar por aquel trauma que suponía todo el proceso de rehabilitación, aunque eso le hiciera vivir más y más feliz? No lo entendía. Además, aquello que le ocurría no era culpa suya, sino de algún ente superior ¿para qué le iba a contrariar?
Las semanas siguieron pasando, y aquella enfermedad seguía avanzando, seguía comiéndose a Marlon por dentro. Sus amigos habían desaparecido de su lado, ya cansados de decirle las cosas una y otra vez sin que Marlon hiciera nada por resolver aquella situación. Hasta su novia le había dejado para no ver cómo se suicidaba de aquella manera.
Un día, mientras estaba en su sofá sentado frente al televisor, Marlon se quedó con los ojos fijos en aquel aparato, como si estuviera concentrado, como si le hubiera venido la inspiración divina.
Las personas podemos saber que estamos mal, que debemos cambiar si queremos mejorar nuestra vida y nuestras relaciones, pero en muchas ocasiones no hacemos nada porque estamos dentro de esa falsa zona de confort que nos impide ver más allá de nuestras propias narices. Una zona en la que tenemos un montón de disculpas que evitan que comencemos a movernos.
Las personas que nos quieren y que desean lo mejor para nosotros nos pueden dar un punto de vista diferente, un punto de vista fuera de esa zona de confort, un punto de vista que no tiene disculpas para hacer las cosas. Sin embargo, nuestra apatía por acometer nada y nuestro victimismo hacen que esas personas se cansen de decirnos las cosas y se puedan alejar.
Mientras nosotros no tomemos las riendas de nuestra vida, mientras no asumamos que estamos mal y que necesitamos ayuda, no haremos nada por cambiar.
Si nos encontramos así, rodeado de personas que nos dicen que algo va mal, si sentimos que nos enfadamos y tenemos sentimientos de rabia por esas personas; tal vez sea el momento para acudir a un profesional que nos pueda ayudar a identificar qué es lo que nos está bloqueando para hacer de nuestra vida algo mejor.