Artículos etiquetados ‘victimismo’
La desaparición de Mónica
sábado, 2 junio, 2018
María estaba por fin a pocos metros de la casa de su amado. Por fin parecía que podría estar con él después de tantos meses luchando con ella misma para saber qué era lo que quería, para coger fuerzas y hacer lo que debía hacer: ser feliz con él.
Pero su hermana la había encontrado, una vez más. No sabía cómo lo había hecho, pero allí estaba, corriendo tras ella. Y si la alcanzaba, se la llevaría de nuevo a aquella casa, a aquella habitación de la que estaba cansada. Y, tal vez, esta vez, no tuviera posibilidad de escapar nunca más; porque las medidas de seguridad aumentarían para que se quedara allí encerrada de por vida.
Así que la única opción era correr. Correr hacia aquella puerta entreabierta. Una puerta por la que salía un poco de luz del interior. Una luz de esperanza. Una luz que demostraba que había alguien dentro de casa. Alguien que la estaba esperando. Alguien que la podía seguir amando. Así que utilizó las pocas fuerzas que tenía para correr y llegar antes que su hermana a aquella casa.
Mónica estaba muy cerca de su hermana. Apenas unos centímetros la separaban de aquella persona que se había escapado. De aquella persona que quería hundirla, destruirla. Tenía que alcanzarla antes de que cometiera un suicidio emocional. Un suicidio que podía hacer que su hermana “la débil” sufriera como ya lo había hecho en otras ocasiones. No, no lo iba a permitir, debía evitar aquel suicidio, debía esconder a su hermana para “ambas” pudieran vivir felices de nuevo.
María notaba el roce de los dedos de su hermana en la espalda, pero ya había subido los dos escalones que la separaban de aquella puerta y, mientras estiraba su mano para asir aquel pomo que le daría la libertad, sintió como la mano de Mónica se aferraba a su camisa y tiraba de ella hacia un lado, evitando que llegara a tocar el pomo y tirándola al suelo.
El estruendo causado por el golpe de María sobre la pared de madera hizo que las personas que se encontraban en el salón de aquella casa se dieran la vuelta para ver qué es lo que estaba pasando en la entrada. El forcejeo siguió en la calle durante unos segundos, hasta que se hizo la calma de nuevo.
La puerta se abrió. La luz iluminó la cara de aquella mujer, todavía jadeante. El niño, de unos cinco años, dio un par de pasos hacia atrás para acercarse a su madre mientras con sus enormes ojos castaños no dejaba de mirar a aquella mujer que se sacudía la ropa e intentaba adecentarse un poco. La señora mayor, quien parecía la abuela de la criatura, se había puesto en pie y miraba hacia la esquina por la que aparecía un hombre.
El hombre se acercó poco a poco hacia aquella mujer que acababa de entrar por la puerta. Sus ojos no daban crédito. ¿María? – preguntó.
La mujer sonrió mientras giraba ligeramente la cabeza en busca de la hermana que había dejado atrás, al tiempo que daba unos pasos hacia adelante para acercarse a su amado con los brazos abiertos y él gritaba entusiasmado: ¡María, eres tú!
Poco a poco se acercaron el uno al otro. Se miraron a los ojos y se fundieron en un abrazo mientras él le decía al oído: “Te quiero, siempre te he querido y siempre te querré”. María se sonrió y respondió: “Yo también te quiero”, mientras veía cómo su hermana Mónica que estaba detrás de aquel ventanal se desvanecía y desaparecía para siempre.
Las personas tenemos diferentes formas de enfrentarnos a nuestros miedos. Las hay que se plantan delante de sus fantasmas y les hacen frente. Otras necesitan tiempo para coger fuerzas y enfrentarse a ellos. Y otras se esconden para que esos fantasmas no les vean. En función de la opción que se tome, cada persona tendrá una vida diferente.
De igual manera, los tiempos son también diferentes. Las personas más valientes se enfrentarán a sus miedos lo antes posible, para quitárselos de en medio y vivir una vida plena cuanto antes. Las menos valientes necesitaran algo más de tiempo para enfrentarse a ellos y, aquellas que temen el enfrentamiento, es posible que nunca se atrevan a quitarse esos fantasmas, por lo que el tiempo que necesiten, será casi infinito.
Pero las personas tienden a enfrentarse a sus miedos cuando realmente están motivadas, bien porque han visto que, si no lo hacen, si no cambian su vida, nunca van a ser felices, o bien porque el amor les da la energía suficiente para cambiar.
En cualquier caso, hasta la persona más valiente que nos podamos encontrar, nunca tiene claro cuál será su destino, es posible que esa persona que esperamos ver al otro lado de la puerta no esté y, si lo está, no sabemos cómo nos recibirá, si nos volverá a querer.
Lo importante de todo esto es arriesgarse porque, aunque fracasemos, aunque nos volvamos a caer y a hacer daño, esta experiencia nos hará más fuertes y, quien sabe, igual tenemos la suerte de que la otra persona, esa a la que realmente queremos, está ahí para apoyarnos, para cogernos de nuevo de la mano y comenzar una vida juntos, una vida que nos hará felices a los dos. Y si tenemos dudas, siempre podemos utilizar a un profesional de parejas que nos ayude a entendernos.
La desaparición de Maria
sábado, 26 mayo, 2018
María estaba por fin a pocos metros de la casa de su amado. Por fin parecía que podría estar con él después de tantos meses luchando con ella misma para saber qué era lo que quería, para coger fuerzas y hacer lo que debía hacer: ser feliz con él.
Pero su hermana la había encontrado, una vez más. No sabía cómo lo había hecho, pero allí estaba, corriendo tras ella. Y si la alcanzaba, se la llevaría de nuevo a aquella casa, a aquella habitación de la que estaba cansada. Y, tal vez, esta vez, no tuviera posibilidad de escapar nunca más; porque las medidas de seguridad aumentarían para que se quedara allí encerrada de por vida.
Así que la única opción era correr. Correr hacia aquella puerta entreabierta. Una puerta por la que salía un poco de luz del interior. Una luz de esperanza. Una luz que demostraba que había alguien dentro de casa. Alguien que la estaba esperando. Alguien que la podía seguir amando. Así que utilizó las pocas fuerzas que tenía para correr y llegar antes que su hermana a aquella casa.
Mónica estaba muy cerca de su hermana. Apenas unos centímetros la separaban de aquella persona que se había escapado. De aquella persona que quería hundirla, destruirla. Tenía que alcanzarla antes de que cometiera un suicidio emocional. Un suicidio que podía hacer que su hermana “la débil” sufriera como ya lo había hecho en otras ocasiones. No, no lo iba a permitir, debía evitar aquel suicidio, debía esconder a su hermana para que “ambas” pudieran vivir felices de nuevo.
María notaba el roce de los dedos de su hermana en la espalda, pero ya había subido los dos escalones que la separaban de aquella puerta y, mientras estiraba su mano para asir aquel pomo que le daría la libertad, sintió como la mano de Mónica se aferraba a su camisa y tiraba de ella hacia un lado, evitando que llegara a tocar el pomo y tirándola al suelo.
El estruendo causado por el golpe de María sobre la pared de madera hizo que las personas que se encontraban en el salón de aquella casa se dieran la vuelta para ver qué es lo que estaba pasando en la entrada. El forcejeo siguió en la calle durante unos segundos, hasta que se hizo la calma de nuevo.
La puerta se abrió. La luz iluminó la cara de aquella mujer, todavía jadeante. El niño, de unos cinco años, dio un par de pasos hacia atrás para acercarse a su madre mientras con sus enormes ojos castaños no dejaba de mirar a aquella mujer que se sacudía la ropa e intentaba adecentarse un poco. La señora mayor, quien parecía la abuela de la criatura, se había puesto en pie y miraba hacia la esquina por la que aparecía un hombre.
El hombre se acercó poco a poco hacia aquella mujer que acababa de entrar por la puerta. Sus ojos no daban crédito. ¿María? – preguntó.
La mujer sonrió mientras giraba ligeramente la cabeza en busca de la hermana que había dejado atrás, al tiempo que daba unos pasos hacia adelante para acercarse a su amado con los brazos abiertos y él gritaba entusiasmado: ¡María, eres tú, qué alegría!
Sin embargo, al abrazar a aquella mujer, el hombre no sintió lo mismo que la primera vez que la había abrazado. Aquella mujer era más fría, como si no tuviera corazón, como si se considerase el centro del mundo y le estuviese dando un abrazo de cortesía, sin amor, sin ternura ni cariño. Aquella mujer que tenía entre sus brazos no era María, era su hermana, Mónica; y de golpe la soltó.
El hombre salió corriendo fuera de la casa, esperando ver a su amada, María. Pero allí no había nadie. Se giró y preguntó: “¿Dónde está María? ¿Qué has hecho con ella?
Mónica sonrió. Sabía que aquel hombre no sería capaz de encontrar a su hermana María porque, durante el forcejeo en el porche, Mónica había absorbido a María y, ahora, estaba dentro de ella, en una prisión de la que nunca podría salir.
El hombre insistió: ¿Dónde está María? ¿Qué has hecho con ella?
Mónica, sin perder la sonrisa, respondió: “Te dije que no la buscaras, que no la encontrarías. Y ahora ya nunca la volverás a ver”.
Al hombre se le cambió la cara. Agarró a Mónica de la camisa y la sacó como si de un saco de patatas se tratase fuera de la casa donde le dijo: “Vete, no quiero verte nunca más. Aléjate de mí para siempre”.
Mónica bajó los dos peldaños que daban al jardín y se acercó a su coche. Entró en él. Lo arrancó y se alejó de aquella casa mientras aquel hombre, con lágrimas en los ojos, cerraba la puerta que había mantenido entreabierta durante los últimos meses.
El cambio en las personas sólo se produce cuando la situación por la que atravesamos en insostenible, cuando vemos que lo único que nos puede salvar es cambiar. Sin embargo, si la situación por la que pasamos no la consideramos como una situación a vida o muerte, sino que, por el contrario, es una incomodidad y nos puede perjudicar, nos puede dejar en una situación de debilidad frente al otro y es, además, un trance que puede ser doloroso (en todo cambio se experimenta cierto dolor), un trance que nos quitará de ser el centro del universo para ser una constelación más, entonces, no cambiaremos y nos mantendremos en nuestra zona de confort, gozando de la manipulación hacia los otros, culpando a los demás de nuestros problemas y sin hacer nada que nos pueda permitir vivir una vida feliz con la persona que amamos.
La huida de María
sábado, 19 mayo, 2018
María miró las marcas que había ido haciendo en la pared. Las contó. Veinticinco. Llevaba veinticinco días en aquel cuarto. Veinticinco días que, sumados a los setenta y cinco que llevaba acumulados en otras estancias sumaban cien.
Cien días desde que había visto por última vez a su amado. Cien días de sufrimiento bajo el yugo de su malvada hermana. Cien días en los que se había sentido derrotada y sin fuerzas para luchar por lo que ella quería: tener una vida con su amado. Un hombre del que no sabía nada desde que le dio aquel beso y salió por la ventana en busca de ayuda ¿Qué sería de él? ¿Dónde estaría? ¿La seguiría buscando? ¿La seguiría queriendo?
María estaba cansada de su hermana. Estaba cansada de vivir como lo estaba haciendo, encerrada entre aquellas cuatro paredes y a expensas de los caprichos de su hermana. Sí, era cierto que vivir con ella podía ser bueno. Por un lado, se sentía protegida, nada malo le podía pasar. Allí estaba su hermana para protegerla si alguien la intentaba hacer daño, pero ¿cómo iban a hacerle daño si nadie sabía que existía, si nadie sabía que estaba allí? Por otro lado, no le faltaba de nada, tenía todo lo que quería, comida, habitación, entretenimiento… ¿Pero realmente tenía TODO lo que quería? ¿Dónde estaba su felicidad? ¿Dónde estaba el sentirse amada? ¿O es que se había dado por vencida y se conformaba con lo que tenía, porque era la opción más segura?
Cien días, sí. Cien días en los que había tenido tiempo para recapacitar. Cien días en los que había ido cogiendo fuerzas. Fuerzas para salir de aquella falsa seguridad que le daba su hermana. Cien días en los que había conseguido tomar una decisión: salir de aquella cárcel en la que vivía encerrada y arriesgarse a vivir la vida, aunque le saliera mal. ¡Ya estaba harta de ser la víctima de aquella situación insostenible! Así que éste era el día de su huida.
María no hizo nada diferente a lo que hacía habitualmente para no levantar sospechas. Se levantó por la mañana. Se duchó. Se vistió. Desayunó. Y arregló la habitación para que no estuviera desordenada. Nada diferente a otros días. Sin embargo, en esta ocasión, María estaba pendiente de los movimientos que hacía su hermana. Quería saber en todo momento qué es lo que estaba haciendo para saber cuándo se iba de casa para comenzar su huida.
Por fin Mónica terminó de hacer todas sus labores matinales. Subió a la habitación donde estaba María. Le dejó una jarrita de agua y se despidió, no sin antes asegurarse de que todas las ventanas y puertas estuvieran bien cerradas para que no pudiera escapar. María, por su parte, también se despidió de ella como si de un día más se tratara.
María escuchó como se cerraba la puerta principal de la casa, cómo la cerradura daba sus dos vueltas para dejar bien cerrada la puerta; y cómo arrancaba el motor del coche y salía por el camino que llevaba a la carretera. Había llegado el momento de escapar.
María sacó de entre las páginas de un libro que tenía sobre la mesilla unas láminas de aluminio. Fue al baño, cogió la lima y el cortaúñas, y se acercó a la ventana. Dio un par de vueltas a la hoja de aluminio para hacerla un poco más gruesa y la puso entre los imanes que tenía la ventana para evitar que la alarma saltara al abrir. Cogió el cortaúñas y sacó una pequeña lima de acero que tenía y que utilizaría para hacer saltar el pestillo. Pero antes tenía que limar un poco la madera para que la lima cupiera. Se puso manos a la obra. No había que perder un minuto.
Los minutos pasaron y por fin se escuchó un “clic” que confirmaba que el pestillo de la ventana se había soltado. Agarró con sus dos manos la ventana y la empujó hacia arriba con todas sus fuerzas. ¡La ventana estaba abierta y no había sonado la alarma! ¡Era libre!
Rápidamente sacó una pierna por la ventana. Luego su cuerpo. Y por último la otra pierna. Se dio la vuelta y cerró la ventana otra vez, para que su hermana no sospechara nada. Antes de ponerse a caminar por aquel tejado, miró a su alrededor, no sólo para ver cuál era la mejor ruta de escape, sino también para comprobar que su hermana no estaba en los alrededores.
Al bajar del tejado y pisar el césped por primera vez no pudo hacer menos que agacharse a olerlo. Siempre le había gustado el olor a césped recién cortado. Pero no podía perder tiempo, debía ponerse en camino para evitar a su hermana y llegar lo antes posible donde su amado.
Miró a su alrededor. No se situaba del todo. Comenzó a andar en busca de alguna persona que pudiera darle indicaciones, pero no fue antes de un par de minutos divagando por aquella zona de la ciudad que encontró a alguien que la pudiera guiar. Aquella persona, un hombre de cierta edad, le comentó dónde se encontraba y cómo llegar a su destino; aunque tenía una tirada de casi dos horas andando. María se puso en marcha, no tenía tiempo que perder.
Los minutos pasaron y los edificios pasaron de serle totalmente indiferentes a serle algo más familiares. En algún momento de su vida había paseado por aquellas calles y, aunque todavía estaba lejos de la casa de su amado, su corazón comenzaba a palpitar de manera diferente. Cada calle que cruzaba hacía que su corazón se alegrara. Cada metro que recorría hacía que su cerebro se alegrara y lanzara todo tipo de hormonas a su torrente sanguíneo. Estaba claro que no sabía lo que el futuro le deparaba, pero estaba alegre; contenta de haberse arriesgado, feliz de haber roto sus cadenas.
El sol comenzaba a ponerse entre las casas de aquella urbanización cuando María llegó al número seis de aquella calle. Esa era la casa. Esa era la vivienda donde residía su amado. Su respiración se agitó. Su corazón se aceleró. ¿Estaría él en casa? ¿La estaría esperando? ¿La aceptaría de nuevo en su vida después de tanto tiempo? Todas estas preguntas sin respuesta hacían que se pusiera aún más nerviosa, pero era un nerviosismo de alegría, de felicidad.
María miró a ambos lados antes de cruzar la calle y comenzar a andar por el caminito que llevaba a la entrada de la casa. Según se acercaba pudo observar que la puerta estaba entreabierta, como si su amado estuviera esperando a alguien, como si la estuviera esperando a ella, como si no tuviera que llamar para poder entrar porque la estaba esperando. Su corazón se alegró y siguió andando hacia la puerta, esta vez un poco más deprisa, llena de gozo y felicidad.
De pronto, a sus espaldas, escuchó un chirriar de ruedas, un portazo de una puerta de coche y alguien que gritaba su nombre “¡María, vuelve aquí!” Su hermana la había encontrado y comenzaba a correr para alcanzarla y llevarla de vuelta a su celda. María comenzó a correr hacia la puerta de la casa que seguía entreabierta. ¿Tendría fuerzas para llegar hasta la puerta y salvarse o la alcanzaría su hermana antes de llegar a aquella puerta?
Son muchas las ocasiones en las que posponemos decisiones para no hacer algo que sabemos nos puede doler, aunque sea beneficioso para nuestra vida. También es cierto que hay personas que necesitan tiempo para identificar qué es lo que les pasa, tiempo para analizar y coger fuerzas para dar solución a sus problemas. Un tiempo necesario para salir de ese papel de víctima y hacerse responsable de sus acciones, para tomar las riendas de su vida; aunque esto sea una incertidumbre, aunque esto sea un riesgo. Un riesgo que les puede llenar de felicidad al final del día.
Sin embargo, no es menos cierto que esos fantasmas de los que intentamos escapar están siempre al acecho para llevarnos de vuelta a ese mundo de tinieblas. A ese mundo en el que vivíamos cómodamente engañados, y debemos correr si queremos salvarnos. Escapar de ellos para que no nos alcancen y podamos ser, de una vez por todas, felices, amados, plenos.
Aunque tampoco es menos cierto que, en ocasiones, el vivir en ese mundo que nos hemos creado puede ser algo «bueno» para nosotros. Algo que nos aporta una falsa seguridad y un gozo (porque dominamos la situación) que no queremos perder, por lo que el cambio, en este caso, no se produce, y nos volvemos a adentrar en ese mundo, que para otros, puede ser oscuro y tenebroso. Pero a nosotros nos gusta esa oscuridad donde nadie puede ver realmente cómo somos, sintiéndonos seguros de que no nos van a hacer daño.
El caballo desbocado
sábado, 7 abril, 2018
Margarita era una joven a la que le encantaban los caballos. Su pasión por estos animales no era algo reciente, sino que se remontaba a su más tierna infancia. Desde que tenía uso de razón Marina había deseado montar en estos majestuosos animales y galopar por las verdes praderas junto a su manada de perros.
Desde aquella primera vez en la que Marina había subido a lomos de aquel magnífico caballo blanco de larga melena habían pasado unos cuantos meses. Meses durante los cuales había recibido clases de monta cada fin de semana en el Club que frecuentaba y hoy, por fin, era el día en el que saldría al campo por primera vez.
Margarita se puso su chaqueta y pantalón de montar, se enfundó sus botas granates, cogió la fusta y el casco y se acercó al establo donde estaba su caballo. Un caballo que, aunque ya tenía su edad, era un corcel elegante y fuerte. Un animal de toda confianza para personas con su experiencia.
Margarita sacó al animal del establo y le dio cuerda durante unos minutos para calentar la musculación de su amigo y desfogarlo un poco antes de la monta. Tras diez minutos de trote, Margarita disminuyó el ritmo de actividad, se acercó al bocado y le quitó la cuerda. Luego pasó las riendas por encima de su cabeza. Puso el pie en el estribo. Agarró fuertemente la silla y se impulsó para sentarse en ella. La amazona y su animal estaban listos para comenzar su aventura.
Los primeros pastos no estaban muy lejos del Club, por lo que en un par de minutos ya se encontraban en campo abierto. El paisaje era espectacular. La hierba estaba tan alta después de las lluvias y el buen tiempo que había hecho durante los últimos días que apenas se veía saltar a los conejos de un lado a otro del camino. Los pájaros cantaban de alegría, saltando de rama en rama mientras hacían las delicias de los que por allí pasaban. Margarita estaba feliz, sólo le faltaban sus perros para gozar plenamente de aquel paseo.
El tiempo pasó volando mientras galopaba por la campiña y, para cuando se quiso dar cuenta, era la hora de comer. Tenía que dar la vuelta y volver al Club, donde había quedado para tomar algo con unos amigos. Al tirar de una de las riendas para hacer girar al caballo, éste dio un tirón con la cabeza y salió a galope tendido.
Aquel brusco movimiento del animal hizo que Margarita soltara las riendas y se le saliera el pie izquierdo de su estribo. Margarita había perdido el control del animal. Se encontraba a expensas de aquel animal. En su cabeza, y por alguna extraña razón, Margarita aceptaba aquella situación no deseada: “Bueno, no es lo que yo quiero, pero tampoco puedo hacer nada para cambiar la situación”.
Margarita se sentía impotente para emprender cualquier acción que pudiera revertir la situación. Su cerebro se sentía incapaz de resolver aquello, tal vez con el objetivo de justificarse y mantenerse tranquilo. ¿Cómo iba a poder influir sobre aquella bestia para que las cosas cambiaran? Margarita parecía enfrentarse a una situación que escapaba de su control y sobre la que no podía intervenir. Parecía no tener capacidad de decidir sobre su vida.
Mientras el caballo seguía desbocado y ella no hacía nada por evitarlo pasó junto a un hombre que, al tiempo que se apartaba para no ser arrollado por la amazona y su caballo, gritó: “¡Responde, hazte con las riendas!”
Aunque parecía que el mensaje de aquel hombre no había sido escuchado por la amazona, en la mente de Margarita se comenzaron a activar ciertas neuronas que comenzaron a tirar de los recuerdos de las clases previas donde le habían comentado qué hacer en este tipo de situaciones.
Margarita se dio cuenta de la situación, tenía que hacerse responsable de ella si no quería sucumbir o tener un accidente. Eligió no asustarse y permanecer tranquila. Eligió hacerse responsable de la situación, por lo que lo primero que hizo fue poner el pie de nuevo en el estribo para recuperar el equilibrio. Después recuperó las riendas, agarrándose fuertemente y colocando su cuerpo en una posición adecuada para el galope. Verificó el entorno para comprobar que no había otros caminantes, ciclistas, perros u otros caballos. Evaluó la gravedad de la situación y, como no había peligros inminentes, jaló las riendas para disminuir la velocidad del caballo apalancando su boca. Cuando el animal fue lo suficientemente lento, Margarita hizo girar en círculos al caballo acortando la rienda interior y jalándola lo más fuerte posible hasta que el caballo se detuvo por completo.
Mientras Margarita recuperaba la respiración, el caminante que hacía escasos segundos le había alertado, llegó jadeante junto a la bestia y le preguntó: “¿Te encuentras bien?” Ella, aun con el susto en el cuerpo, le miró, se sonrió y dijo: “¡Sí, gracias, hoy he vuelto a tomar las riendas de mi vida!”.
Cuando una persona acusa de sus problemas a todo aquello que le rodea, decimos que está adoptando el papel de víctima, un lugar desde el cual no es responsable de lo que ocurre porque, la culpa, está en algún lugar ajeno a ella; permitiendo así justificarse y mantenerse tranquila, aunque eso conlleve aceptar una situación no deseada.
Frases como “no tengo tiempo“, “no puedo ir“, “no tiene solución“, “no se puede“, “no es mi culpa“, son ejemplos claros de esta postura cuyo objetivo es la búsqueda de la inocencia. La responsabilidad de lo que ocurre no es mía, sino de un tercero; esperando que sea este quien se haga cargo de lo que está pasando.
Desde esta postura nuestras conversaciones se llenan de explicaciones, de excusas, y se vuelven reiterativas, formando bucles sin fin de los que es complicado salir. La persona se siente resentida, ni perdona ni olvida acontecimientos sin importancia del pasado, se queda enganchada en lo que ocurrió, lo que nos dijeron, aquello que no fue y podía haber sido. Se hace así más difícil visualizar el futuro, generar acciones que puedan dar una solución y asumir la responsabilidad de llevarlas a cabo. Y esto es garantía de frustración e insatisfacción.
Por el contrario, cuando nos responsabilizamos, cuando cambiamos ese observador y analizamos la situación preguntándonos ¿qué puedo hacer YO para cambiar esto que me preocupa? ¿Qué responsabilidad tengo YO en lo que ha pasado?; significa que tenemos la capacidad para actuar, para encontrar una respuesta satisfactoria, de influir en aspectos o acciones que se pueden tomar para intentar resolver la situación, permitiendo que surjan ideas para solucionar los problemas.
La responsabilidad supone ser dueño de nuestras propias acciones y actuar en consecuencia, reconociendo los errores cuando se cometen y aprendiendo de ellos. La responsabilidad supone tomar las riendas de nuestra vida y tener el valor de reconocer qué parte somos del problema y emprendiendo acciones que nos permitan alcanzar nuestros objetivos.
Si vemos que no podemos hacerlo solos, siempre podemos solicitar ayuda a un profesional que nos puede orientar y guiar en este camino hacia la mejora personal.
A vida o muerte
sábado, 24 marzo, 2018
Marlon era un joven que trabajaba en una empresa de tamaño medio haciendo labores administrativas. Su trabajo no era el más estresante del mundo, pero sí lo tenía todo el día subiendo y bajando escaleras, por lo que paraba poco delante de su ordenador.
Además de tener una vida activa dentro de la oficina, Marlon también se ejercitaba diariamente en el gimnasio y salía al campo a pasear a sus perros junto con su pareja, con la que estaba a punto de casarse dentro de unos meses.
Como todos los años por esa época, la empresa ofrecía una revisión médica a todos sus empleados para que estos conocieran de primera mano su estado físico, si les había subido el colesterol, si tenían alto el ácido úrico o si el tipo de actividad que estaban realizando para la empresa estaba dañando su vista, oídos o pulmones.
Marlon, como en otras ocasiones, se presentó a primera hora de la mañana para que le sacaran sangre, le tomaran la tensión, le revisaran la vista, los oídos, los pulmones, y le golpearan aquí y allá en un intento por comprobar que sus órganos internos estaban bien.
Pasaron un par de semanas antes de que Marlon recibiera la carta donde le informaban de los resultados de aquellas pruebas realizadas por la empresa. Justo en el momento que se disponía a abrir el sobre, sonó el teléfono. Marlon descolgó y preguntó quién estaba al otro lado del aparato. Era el médico de la empresa, quien le comentó que debían verse lo antes posible para tratar un asunto que había aparecido en sus resultados médicos. Quedaron en una hora, el tiempo justo para que se pudiera cambiar de atuendo y llegar a la consulta.
El médico lo había dejado preocupado, por lo que, según colgó el aparato, abrió el sobre para ver si los resultados que tenía en su mano le podían dar algo de luz. Números, porcentajes y nombres raros era todo lo que era capaz de ver, pero en ningún lugar ponía nada raro, nada que le pudiera preocupar. Los análisis eran, en principio, similares a los anteriores. Así que se preparó y salió para la consulta del médico.
Al llegar a la consulta no tuvo que esperar demasiado, ya que el médico que iba a atenderlo estaba despidiendo a su último paciente; por lo que sin perder un segundo invitó a Marlon a pasar dentro de su despacho y, una vez dentro los dos, cerró la puerta tras de sí y tomó asiento en su silla ergonómica.
Aquel doctor no se anduvo con muchos rodeos. Según se sentó en su silla le miró fijamente a los ojos, suspiró y le dijo: “Marlon, te mueres”.
¡Menudo jarro de agua fría! Marlon no daba crédito a lo que acababa de escuchar ¿Qué se moría? ¿Cómo era eso posible? ¿No habría algún error?
Ante la cara de incredulidad de Marlon, y antes de que éste hiciera ninguna pregunta, el médico comentó: “Marlon, te mueres, pero podemos hacer algo para evitarlo. Está en tus manos.”
¿Qué estaba en sus manos? ¿Cómo algo que no podía ver estaba en sus manos? ¡Estaría en su hígado, o en sus intestinos, o en cualquier otro sitio menos en sus manos! – pensó Marlon.
El médico insistió: “Marlon, te podemos salvar, pero para ello debes cambiar ciertas cosas en tu vida; debes someterte a un tratamiento y comenzar una terapia que no va a ser sencilla, pero te puede salvar, dándote una segunda oportunidad para tener una vida más plena. ¡Piénsalo!”
Marlon no terció palabra alguna mientras estuvo en la consulta del médico. No daba crédito a lo que le había dicho. Era imposible que él estuviera enfermo. Él, una persona que se cuidaba. ¡Imposible!
Al llegar a casa Marlon le comentó lo sucedido a su pareja, Beatriz, quien al escucharlo se quedó con los ojos abiertos, tan sorprendida como él, sin apenas dar crédito a lo que escucha de boca de su novio y pensando que aquello era más una broma de mal gusto que una realidad. Pero no, parecía ser cierto. Su novio se moría. ¿Y qué piensas hacer? – le preguntó Beatriz.
Marlon se quedó pensativo durante unos segundos, la miró fijamente y respondió: “¡Nada, no voy a hacer nada!”
¡Cómo que no vas a hacer nada! Si no haces nada vas a morir – replicó enfurecida Beatriz.
¿Para qué me voy a molestar si estoy bien como estoy? Tal vez no tenga una vida perfecta, pero ¿para qué me voy a molestar si el tiempo se me acaba? – comentó Marlon.
Pasaron las semanas, tiempo durante el cual Beatriz había avisado a sus amigos y les había contado la situación. Era imperativo que Marlon se tratara si quería vivir mejor, si quería salvarse. Los amigos fueron pasando por su casa, hablando con él, intentando convencerlo para que tomara cartas en el asunto e hiciera algo por salvar su vida. Pero nada, no importaba quien pasara por allí ni lo que le dijera, que no se inmutaba. No iba a cambiar. No quería cambiar.
Con el paso del tiempo los amigos se empezaron a cansar. ¿Para qué iban a perder su tiempo y sus energías intentando salvar la vida de Marlon cuando él mismo no se quería salvar? Hasta su novia Beatriz había perdido toda esperanza y estaba pensando en cancelar la boda e incluso en alejarse de él.
Marlon no llegaba a comprender que sus amigos estuvieran preocupados por él ¿por qué no se alegraban por él y se quedaban con el recuerdo de cómo era y no de cómo podría ser? ¿Por qué querían cambiarle, hacerle pasar por aquel trauma que suponía todo el proceso de rehabilitación, aunque eso le hiciera vivir más y más feliz? No lo entendía. Además, aquello que le ocurría no era culpa suya, sino de algún ente superior ¿para qué le iba a contrariar?
Las semanas siguieron pasando, y aquella enfermedad seguía avanzando, seguía comiéndose a Marlon por dentro. Sus amigos habían desaparecido de su lado, ya cansados de decirle las cosas una y otra vez sin que Marlon hiciera nada por resolver aquella situación. Hasta su novia le había dejado para no ver cómo se suicidaba de aquella manera.
Un día, mientras estaba en su sofá sentado frente al televisor, Marlon se quedó con los ojos fijos en aquel aparato, como si estuviera concentrado, como si le hubiera venido la inspiración divina.
Las personas podemos saber que estamos mal, que debemos cambiar si queremos mejorar nuestra vida y nuestras relaciones, pero en muchas ocasiones no hacemos nada porque estamos dentro de esa falsa zona de confort que nos impide ver más allá de nuestras propias narices. Una zona en la que tenemos un montón de disculpas que evitan que comencemos a movernos.
Las personas que nos quieren y que desean lo mejor para nosotros nos pueden dar un punto de vista diferente, un punto de vista fuera de esa zona de confort, un punto de vista que no tiene disculpas para hacer las cosas. Sin embargo, nuestra apatía por acometer nada y nuestro victimismo hacen que esas personas se cansen de decirnos las cosas y se puedan alejar.
Mientras nosotros no tomemos las riendas de nuestra vida, mientras no asumamos que estamos mal y que necesitamos ayuda, no haremos nada por cambiar.
Si nos encontramos así, rodeado de personas que nos dicen que algo va mal, si sentimos que nos enfadamos y tenemos sentimientos de rabia por esas personas; tal vez sea el momento para acudir a un profesional que nos pueda ayudar a identificar qué es lo que nos está bloqueando para hacer de nuestra vida algo mejor.
Víctimas emocionales
viernes, 10 agosto, 2012
En alguna ocasión es posible que nos hayamos sentido atraídos por una persona a los pocos minutos de conocerla. Tal vez fuera su aspecto físico lo que nos atrajo inicialmente; o su conversación, la cual era nula si tenemos en cuenta que sólo hablaba yo; o tal vez su mirada seductora, la cual era tan electrizante que nos erizaba el pelo de todo el cuerpo; pero en cualquier caso, y sin tener muy claros los motivos, nos sentimos atraídos hacia esa persona de manera irremediable.
A partir de ese momento nuestra capacidad creativa aumenta de forma exponencial con el objeto de ayudarnos a encontrar alguna actividad en la que podamos coincidir de nuevo. Volver a quedar con los amigos para tomar una cerveza, salir a bailar a alguna discoteca de moda, una salida al campo… ¡cualquier cosa vale con tal de volver a verla!
Al llegar el siguiente encuentro nuestros corazones laten a un ritmo poco habitual. Desde el momento en el que se cruzan nuestras miradas comenzamos a buscar esa chispa, una chispa que, si salta, puede hacer que nuestros labios se encuentren al final de la velada.
Sin embargo, también es posible que la otra persona no esté del todo “emocionada” con nosotros. Es posible que la otra persona no esté disponible en ese momento porque, tal vez, tenga a otra persona en la cabeza; o quizás porque no quiera meterse en una nueva relación después de lo mal que acabó la última. Por tanto, el encuentro es frío, distante. En ese entorno difícilmente saltará ninguna chispa. Nos sentimos rechazados por la otra persona.
Este sentimiento de rechazo, el sentir que la persona por la que nos sentimos atraídos no tiene un sentimiento recíproco hacia nosotros, hace que nos convirtamos, de forma inconsciente, en víctimas de esa relación que nunca llegó a germinar. Nuestra sociedad, alentada tal vez por sus creencias católicas, fomenta que estas personas que no han llegado a ser amadas, se consideren víctimas de esta injusticia emocional. Pero ¿cuál es realmente la injusticia que hemos sufrido en nuestras carnes?
Tal vez la injusticia haya sido la propia realidad. Una realidad que en muchas ocasiones es cruel si no estamos preparados para ello. Una crueldad que debe ser endulzada de alguna forma por las personas que nos rodean para evitar que nos sintamos mal. Pero la realidad, nos guste o no, es que no podemos atraer a todas las personas que nos rodean. No podemos tener afinidad con todas ellas, aunque en ocasiones tengamos muchas cosas en común.
Por tanto, cuanto antes comencemos a asumir este hecho, que no podemos gustar a todas las personas por las que nos sentimos atraídos o interesados, antes dejaremos de sufrir. Un hecho que, además, puede darse en ambos sentidos, es decir, en ocasiones podemos estar nosotros en el otro lado, en el lado de la persona que no está interesada por la propuesta que le hacen.
Lo mejor para evitar ser víctimas emocionales es asumir la realidad. Y la realidad es que no todas las personas con las que nos topemos en esta vida, y por las que nos sintamos atraídos, van a estar interesadas en nosotros. También es importante dejar a un lado la fantasía en la que idiotizamos a la otra persona, en la que le decimos que no sabe lo que se va a perder por no estar con nosotros, en la que nos encumbramos a lo más alto y nos creemos el no va más; tan sólo como respuesta a nuestra rabia por haber sido relegados a un segundo lugar en su vida.
El aprender a gestionar nuestros sentimientos, nuestra rabia, nos puede ayudar a seguir con nuestra vida en un corto periodo de tiempo. Nos puede ayudar a ser el protagonista de nuestra vida, y no un actor secundario a expensas del guión que nos vaya escribiendo la otra persona.
Posponer decisiones
miércoles, 23 febrero, 2011
No es raro encontrarse con personas que posponen ciertas tareas para otro momento con disculpas como “luego lo hago”, “ahora estoy muy ocupado” o “es que no encuentro el momento adecuado”.
El realizar una tarea nueva nos suele inquietar porque nos pone en una situación comprometida ya que, en la mayoría de los casos, no hemos realizado antes nada similar y tenemos poca experiencia en su ejecución.
Además, el realizar algo nuevo nos hace salir de nuestro círculo de comodidad. Un círculo en el que nos sentimos seguros y a gusto. ¿Para qué salir de ahí entonces? Es como salir de casa en pleno invierno cuando una tormenta está descargando toda su furia sobre nuestras cabezas ¿no es mejor quedarse cómodamente en casa tomando un chocolate caliente mientras amaina la tempestad?
Si a todo esto le añadimos una pizca de nuestros miedos y fantasías como “se van a reír de mi” o “qué van a pensar si no lo sé hacer”, la cosa se complica todavía más, y hasta es posible que no haga nada para salir adelante.
Es posible que todo lo dicho hasta ahora nos haya ocurrido alguna vez, o que incluso nos esté pasando ahora. Tal vez nos podamos sentir petrificados ante ciertas situaciones y, por muy mal que lo estemos pasando actualmente, preferimos no movernos hasta que todo pase. Puedo tener la creencia de que si no me ven, no me pedirán que lo haga, aunque sé que lo tengo que hacer. Dejemos que la furia de la tormenta se aleje y no vuelva en mi busca.
Sin embargo, todavía es hoy el día en el que apenas somos capaces de predecir la duración de las tormentas. Con un poco de suerte pueden durar sólo unas horas, si se complican un poco se pueden alargar hasta unos días, o en el peor de los casos se pueden alargar unas semanas, meses e incluso años. Y es aquí donde entra en juego nuestra paciencia ¿cuánto tiempo puedo aguantar esta situación sin hacer nada para cambiarla? ¿Cuánto tiempo puedo aguantar sin salir de casa y sin que se deterioren mis facultades mentales?
Desde fuera todo parece muy sencillo. De hecho no será la primera vez que oímos a alguien decirnos: “tienes que coger al toro por los cuernos”. Y efectivamente, esa persona puede tener razón. Pero todavía existe algo que no nos permite movernos. Mi motivación no es lo suficientemente fuerte como para hacer que salga de casa y me enfrente a ese toro embravecido.
Al no ser nosotros quienes sufrimos en primera persona dicha situación, debemos intentar comprender a nuestro interlocutor, entender qué es lo que le frustra, lo que le inquieta, lo que le impide moverse hacia delante. Obviamente esta tarea no es sencilla, y se complica proporcionalmente según la persona con la que tratemos sea más cercana a nosotros.
En estos casos la comprensión es importante, pero tampoco hay que dejar que la otra persona se convierta en víctima de ella misma. Es necesario comprender a la otra persona, pero sin entrar en su victimismo y que éste nos haga rehenes de su situación.
Cada uno de nosotros tiene la solución a sus problemas dentro de sí, lo importante es conseguir exteriorizar esas soluciones para que las podamos escuchar, para hacernos conscientes de ellas. Es cierto que existen dependencias afectivas que nos pueden dificultar la toma de decisiones, pero con la ayuda de la persona adecuada podemos identificar nuestros bloqueos y salir de nuestro círculo de comodidad para comenzar una nueva vida.
Y tú ¿qué decisiones estas posponiendo para otro momento? ¿A qué se debe?